Los Testigos de Jehová Calumniados...

"Porque, verdaderamente, en lo que toca a esta secta nos es conocido que en todas partes se habla en contra de ella”.(Hechos 28:22)

Las religiones no cristianas ...lo que han hecho



Pero Babilonia la Grande no está compuesta solo de las religiones de la cristiandad. Todas las religiones principales de este mundo comparten la culpa de derramamiento de sangre de esa infame ramera. Por ejemplo, el sintoísmo del Japón tiene que compartir la culpa por la mentalidad fanática y sádica que manifestó la oficialidad militar japonesa en la II Guerra Mundial. El historiador Paul Johnson sostiene que “para fortalecerse en un mundo rígido, de competencias entre unos y otros”, dominado por normas de conducta europeas, a los japoneses se les hizo necesario inventar “una religión estatal y una moralidad gubernativa, conocidas como sintoísmo y bushido [el “camino del guerrero”]. [...] Se estableció la adoración regular del emperador, especialmente en las fuerzas armadas, y desde los años veinte en adelante en todas las escuelas se enseñó un código de ética nacional, kokumin dotoku”.

¿Qué resultado tuvo todo esto? Para 1941, cuando Japón bombardeó a Pearl Harbor y así entró en la II Guerra Mundial, “el sintoísmo [...] había pasado de ser un culto primitivo, en desuso y minoritario a ser respaldo para un estado moderno y totalitario; de esa forma, por ironía particularmente odiosa, la religión, que debería haber servido para resistir los horrores seglares de la era, se usó para santificarlos”.

Sobre la partición de la India en 1947, en la cual las diferencias religiosas fueron un factor, el historiador Johnson dice: “De cinco a seis millones de personas corrieron en toda dirección para salvarse la vida. [...] Se calculó que en aquel tiempo murieron de un millón a dos millones de personas. Cálculos más recientes dicen que murieron de 200.000 a 600.000 personas”. Hasta este día, en la sociedad hindú se mata y humilla a la gente por motivos religiosos. Muchas veces los harijans o parias, antes conocidos como intocables, son asesinados por grupos organizados por terratenientes acaudalados.

El hinduismo está enlazado con prácticas espiritistas. (Revelación 18:23.) El escritor indio Sudhir Kakar menciona “la fascinación y el respeto del hindú promedio con relación al ocultismo y los que lo practican”, y añade: “A astrólogos, adivinos, videntes, así como a sadhus [“santos” ascéticos], faquires [mendigos que ejecutan actos de magia] y otros piadosos se les estima mucho porque se cree que están en contacto íntimo con la realidad superior” (India Today, 30 de abril de 1988).

Además, hay conflictos constantes entre hindúes, sikhs y miembros de otras religiones orientales. A estos conflictos cada religión añade su parte de odios, contiendas y asesinatos. Este es simplemente otro aspecto del fruto de Babilonia la Grande.

Se puede añadir que la historia moderna de guerras, asesinatos y represiones no dice mucho a favor del judaísmo. La violencia manifestada a veces por miembros de la secta hasídica del judaísmo hacia adherentes de otras sectas judías y de religiones no judías difícilmente pudiera tener la aprobación de Dios.

Cuando estudiamos la historia del imperio mundial religioso, fácilmente podemos ver por qué el Juez Supremo tiene base para ejecutar a Babilonia la Grande. “Sí, en ella se halló la sangre de profetas y de santos y de todos los que han sido degollados en la tierra.” (Revelación 18:24.) La complicidad de la religión falsa en guerras regionales y mundiales la ha hecho culpable, a la vista de Dios, de la sangre de ‘todos los que han sido degollados en la tierra’.

Según la acusación bíblica, se ha juzgado merecedora de destrucción a Babilonia la Grande debido a su historia de fornicación religiosa con gobernantes mundanos, su culpa en las guerras y sus prácticas espiritistas. Por lo tanto, Jehová Dios ha determinado judicialmente que se pondrá fin al imperio mundial de la religión falsa dominado por Satanás. (Revelación 18:3, 23, 24.)

La historia no cristiana de la cristiandad


















Ejecución de Willian Tyndale
http://es.wikipedia.org/wiki/William_Tyndale


Cuando consideramos la historia documentada de la religión falsa, bien podemos recordar la antigua expresión profética: “Es viento lo que siguen sembrando, y un viento de tempestad es lo que segarán”. (Oseas 8:7.) Esto concuerda con el principio que expresó Pablo, el apóstol cristiano: “No se extravíen: de Dios uno no se puede mofar. Porque cualquier cosa que el hombre esté sembrando, esto también segará”. (Gálatas 6:7.) Por eso, ¿qué ha sembrado la religión falsa en escala mundial? ¿Y qué segará?

Jesucristo enseñó que sus seguidores no deberían amar solamente a su prójimo, sino también a sus enemigos. (Mateo 5:43, 44.) Con una cita de las Escrituras Hebreas, Pablo describió claramente cómo deben tratar a sus enemigos los cristianos. Dijo: “‘Si tu enemigo tiene hambre, aliméntalo; si tiene sed, dale algo de beber; porque haciendo esto amontonarás brasas ardientes sobre su cabeza’. No te dejes vencer por el mal, sino sigue venciendo el mal con el bien”. (Romanos 12:20, 21.)

Sin embargo, la historia de las religiones de la cristiandad es una historia de odio y derramamiento de sangre. Las cruzadas antiguas y modernas que han envuelto saqueo, violación y muerte han sido bendecidas y aprobadas tácitamente. Por ejemplo, el ultraje de Abisinia por la Italia fascista (1935) y la “cruzada” de Franco en la Guerra Civil Española (1936-1939) fueron bendecidos por dignatarios de la Iglesia Católica.

Diferencias teológicas se resolvieron quemando a algunos en la hoguera. En 1536, William Tyndale, traductor de la Biblia, fue estrangulado después de la publicación del “Nuevo Testamento” que él tradujo al inglés; su cadáver fue quemado en la hoguera. Antes, por solicitud del papa Martín V, 44 años después de la muerte de Wiclef, traductor de la Biblia, las autoridades religiosas sedientas de venganza habían desenterrado sus huesos para tener el placer de quemarlos. Durante la Inquisición católica, miles de judíos y “herejes” fueron privados de sus posesiones, y se les torturó y quemó en la hoguera... ¡todo supuestamente en el nombre de Cristo! El teólogo español Miguel Servet, perseguido tanto por católicos romanos como por protestantes, fue quemado en la hoguera por orden del protestante Juan Calvino. En las dos guerras mundiales de este siglo los ejércitos han sido bendecidos por clérigos “cristianos”, y capellanes nacionalistas han instado a los soldados a matar.

¡Qué contraste con el cristianismo verdadero! El apóstol Pablo escribió: “Como escogidos de Dios, santos y amados, vístanse de los tiernos cariños de la compasión, la bondad, la humildad mental, la apacibilidad y la gran paciencia. Continúen soportándose unos a otros y perdonándose liberalmente unos a otros si alguno tiene causa de queja contra otro. Como Jehová los perdonó liberalmente a ustedes, así también háganlo ustedes. Pero, además de todas estas cosas, vístanse de amor, porque es un vínculo perfecto de unión”. (Colosenses 3:12-14.)

A cristianos de Roma, Pablo escribió: “No devuelvan mal por mal a nadie. Provean cosas excelentes a vista de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de ustedes, sean pacíficos con todos los hombres. No se venguen, amados, sino cédanle lugar a la ira; porque está escrito: ‘Mía es la venganza; yo pagaré, dice Jehová’”. (Romanos 12:17-19.) Como se ve, a la luz de los principios cristianos la cristiandad ha fracasado. Ha sembrado odio e hipocresía, y segará destrucción.


La opinión de un PAPA infalible sobre la Biblia...



















En 1559 el papa Pablo IV dictaminó que no se podía imprimir ninguna Biblia en lengua vernácula sin la aprobación de la Iglesia, y esta rehusó concederla. En 1564 el papa Pío IV dijo: “La experiencia ha demostrado que si se permite la lectura de la Biblia en la lengua vulgar sin establecer criterio alguno, [...] el resultado será más daño que bien”.

Enlace a Wikipedia:
http://es.wikipedia.org/wiki/Pablo_IV

(Salmo 1:1-4) . . .Feliz es el hombre que no ha andado en el consejo de los inicuos, y en el camino de los pecadores no se ha parado, y en el asiento de los burladores no se ha sentado. 2 Antes bien, su deleite está en la ley de Jehová, y día y noche lee en su ley en voz baja. 3 Y ciertamente llegará a ser como un árbol plantado al lado de corrientes de agua, que da su propio fruto en su estación y cuyo follaje no se marchita, y todo lo que haga tendrá éxito. 4 Los inicuos no son así, sino que son como el tamo impelido por el viento.






La infalibilidad y los cristianos primitivos



LA DOCTRINA de la infalibilidad está estrechamente vinculada a la de la “primacía”, o poder supremo, del Papa. Según la Enciclopedia Cattolica, “los textos bíblicos que establecen la primacía dan testimonio de la i[nfalibilidad] pontificia”. En apoyo de esta doctrina, la misma obra cita los siguientes versículos, en los que Cristo se dirige a Pedro.

Mateo 16:18: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

Lucas 22:32: “Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos”.

Juan 21:15-17: “Apacienta mis corderos”. “Apacienta mis ovejas.” “Apacienta mis ovejas.” (Biblia de Jerusalén.)

Según la iglesia católica, los versículos que se acaban de mencionar deberían demostrar tres cosas. Primero, que Pedro era el “príncipe de los apóstoles”, es decir, el que tenía primacía entre ellos; segundo, que era infalible, y tercero, que tendría “sucesores” que compartirían sus prerrogativas, la primacía y la infalibilidad.

Sin embargo, respecto a esto, el catedrático de Historia de la Iglesia Giuseppe Alberigo hace estos significativos comentarios: “Como es sabido, en el NT [Nuevo Testamento] nunca aparecen las palabras ‘papa’ o ‘papado’. La única figura dominante es la de Jesús de Nazaret; entre los discípulos, y particularmente entre los apóstoles, es muy problemático reconocer, sobre la base de los textos, una figura que emerja por encima de todas las demás. Pedro, Juan, Santiago, Pablo, todos ellos constituyen figuras igual de destacadas y significativas, diferentes entre sí y complementarias. No hay duda de que a Pedro se le presenta como uno de los apóstoles a los que Cristo habló con más frecuencia, aunque no el único ni el más importante”.

¿Qué creían los cristianos primitivos? El profesor Alberigo responde: “En los primeros siglos no existe ninguna doctrina ni praxis sobre la figura del Papa o sus funciones. [...] La posibilidad de que hubiese un ‘episcopus episcoporum’ [obispo de obispos] fue una aberración para Cipriano [escritor del siglo III], como él mismo afirmó en el sínodo de Cartago”.

¿Cuándo arraigó la doctrina del papado? El profesor Alberigo contesta: “A finales del siglo IV se hace más insistente el derecho de la iglesia romana a ejercer una función apostólica, es decir, a coordinar las iglesias occidentales”. Alberigo añade que “el concepto del ‘principado’ de Pedro entre los apóstoles, basado en Mat. 16:18”, surgió “durante el episcopado de León I [siglo V]”. “En el NT no se encuentra ninguna indicación de Jesús concerniente a los sucesores de Pedro ni de los otros apóstoles.”

Pero, ¿apoyan algunos versículos, como Mateo 16:18 —el que con más frecuencia citan los teólogos—, la doctrina del papado?

¿Quién es la preciosa “piedra” de fundamento?

“Tú eres Pedro [griego: Pé·tros], y sobre esta piedra [griego: pé·trai] edificaré mi Iglesia.” Para la iglesia católica, la estrecha similitud entre ambos términos muestra que Pedro es la piedra de fundamento de la Iglesia verdadera, o congregación cristiana. Pero la Biblia dice mucho sobre la simbólica piedra, por lo que es necesario examinar otros versículos para llegar a una conclusión correcta. (Mateo 16:18, Biblia de Jerusalén.)

Importantes profecías de las Escrituras Hebreas ya habían anunciado la venida de una piedra de fundamento simbólica y el doble papel que esta desempeñaría. Iba a ser un instrumento de salvación para los que ejerciesen fe: “Aquí voy a colocar como fundamento en Sión una piedra, una piedra probada, el precioso ángulo de un fundamento seguro. Nadie que ejerza fe será sobrecogido de pánico”. (Isaías 28:16.) Paradójicamente, iba a ser una roca sobre la que los israelitas no creyentes tropezarían: “La piedra que los edificadores rechazaron ha llegado a ser cabeza del ángulo”. (Salmo 118:22.) “Como piedra contra la cual dar y como roca sobre la cual tropezar para ambas casas de Israel.” (Isaías 8:14.)

¿Era posible que un simple hombre, especialmente el impulsivo Pedro, desempeñase el doble papel de la simbólica piedra? (Mateo 26:33-35, 69-75; Marcos 14:34-42.) ¿En quién deberíamos ejercer fe a fin de obtener salvación: en Pedro, o en alguien mayor? ¿Sobre quién tropezaron los israelitas: sobre Pedro, o sobre Jesús? Las Escrituras indican con claridad que las profecías relacionadas con esa preciosa piedra no se cumplieron en Pedro, sino en el Hijo de Dios, Jesucristo. Como se muestra en Mateo 21:42-45, Jesús se aplicó a sí mismo las profecías de Isaías y Salmo 118.

De acuerdo con lo que leemos en 1 Pedro 2:4-8, el propio Pedro consideraba que la piedra de fundamento era Jesús, no él. En una ocasión anterior, al hablar a los líderes religiosos judíos, confirmó que “Jesucristo el Nazareno” era “la piedra que fue tratada por ustedes los edificadores como de ningún valor, que ha llegado a ser cabeza del ángulo”. (Hechos 4:10, 11.)

El apóstol Pablo opinaba lo mismo, como puede verse en textos como Romanos 9:31-33, 1 Corintios 10:4 y Efesios 2:20; en este último versículo se confirma el hecho de que los miembros de la congregación cristiana han sido “edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular de fundamento”. Él es también el “cabeza de la congregación”, a la que dirige desde los cielos. “Estoy con ustedes todos los días hasta la conclusión del sistema de cosas”, dijo Jesús. (Efesios 1:22; 5:23; Mateo 28:20; Colosenses 1:18.)

Pedro: ¿un Papa, u otro igual que los demás?

¿Qué instrumento usó Jesús después de ascender al cielo para dirigir la obra de sus seguidores fieles? ¿Nombró a uno de ellos su “vicario” con poderes supremos, para que actuara como un Papa? No, no estableció una forma de gobierno monárquica sobre la congregación. Lo que hizo fue depositar el cuidado del rebaño en manos de un cuerpo, un grupo de siervos fieles. En sus comienzos, la congregación cristiana estaba dirigida por el entero cuerpo de los doce apóstoles, junto con ancianos de la congregación de Jerusalén.

Fueron los doce apóstoles quienes, colectivamente, decidieron cómo se iban a satisfacer las necesidades materiales de los indigentes. (Hechos 6:1-6.) También fueron los doce los que, como cuerpo, decidieron quiénes deberían ser enviados a los samaritanos cuando estos aceptaron las buenas nuevas, y escogieron a Pedro y Juan. Parece ser que en esta ocasión, Pedro, lejos de tomar sus propias decisiones, simplemente fue uno de aquellos a quienes los apóstoles “despacharon”. (Hechos 8:14.)

Finalmente, durante la asamblea celebrada en Jerusalén alrededor del año 49 E.C., “los apóstoles y ancianos” decidieron sobre la base de las Escrituras que no era necesario circuncidar a los gentiles que se habían convertido al cristianismo. (Hechos 15:1-29.) Este relato histórico indica claramente que no fue Pedro, sino Santiago, el medio hermano de Jesús, quien presidió aquella asamblea. Y hasta se registra que cerró la sesión con las palabras: “Es mi decisión el no perturbar a los de las naciones que están volviéndose a Dios”. (Hechos 15:19.) ¿Hubiera podido hablar Santiago de ‘su decisión’ si Pedro, que estaba presente, hubiese tenido la primacía entre los apóstoles?

Cuando el apóstol Pablo mencionó los diversos ministerios que contribuían a la edificación de la congregación, no habló del llamado magisterio del Papa, sino, más bien, del servicio colectivo de todos los apóstoles. (1 Corintios 12:28; Efesios 4:11, 12.)

Debido a su celo e iniciativa, no hay duda de que Pedro desempeñó un papel “considerable”, como escribe Alberigo. Jesús le dio “las llaves del reino de los cielos”. (Mateo 16:19.) Él usó estas llaves simbólicas para abrir la oportunidad de entrar en el Reino de los cielos a los judíos, los samaritanos y los gentiles. (Hechos 2:14-40; 8:14-17; 10:24-48.) También recibió la responsabilidad de ‘atar’ y ‘desatar’, labor que compartió con los demás apóstoles. (Mateo 16:19; 18:18, 19.) Tenía que pastorear a la congregación cristiana, algo que todos los superintendentes cristianos deben hacer. (Hechos 20:28; 1 Pedro 5:2.)

Sin embargo, debido a sus cualidades cristianas, otros apóstoles, además de Pedro, también fueron “sobresalientes”. Pablo habló de “los que parecían ser columnas” de la congregación, con referencia a “Santiago y Cefas [Pedro] y Juan”. (Gálatas 2:2, 9.) Santiago, el medio hermano de Jesús, desempeñó una función particularmente importante. Como se mencionó antes, presidió la asamblea de Jerusalén, y hay varios relatos más que confirman su sobresaliente papel. (Hechos 12:17; 21:18-25; Gálatas 2:12.)

Dios otorgó gran poder a los discípulos fieles de Jesús, entre otras cosas, la capacidad de hacer milagros. Pero en ninguna parte leemos que les diese el poder de pronunciar declaraciones infalibles. A pesar de la fidelidad que demostró, Pedro cometió errores. Fue reprendido por Jesús, y en una ocasión el apóstol Pablo lo corrigió en público. (Mateo 16:21-23; 26:31-34; Gálatas 2:11-14.)

Solo las Escrituras, por ser la Palabra de Dios, son infalibles. Pedro habló de “la palabra profética” a la que había que prestar atención como a una lámpara que resplandece. (2 Pedro 1:19-21.) Si queremos saber cuál es la voluntad de Dios, entonces debemos confiar totalmente en Su Palabra “viva”. (Hebreos 4:12.) Solo la Palabra de Dios, y no una definición ambigua hecha por líderes religiosos, ofrece las verdades indiscutibles que la humanidad tanto necesita. En nuestro tiempo, Cristo Jesús también está utilizando a un grupo de siervos suyos —falibles, pero fieles— que recibe el nombre de “esclavo fiel y discreto”. (Mateo 24:45-47.)

¿Quiénes componen hoy día este esclavo simbólico? Mediante un estudio serio de la Biblia podrá identificarlo. Los testigos de Jehová tendrán mucho gusto en ayudarle.

[Pregunta para reflexión]

¿Quién fue la piedra de fundamento: el fiel Cristo, o Pedro, el apóstol que lo negó tres veces?

Lo que los católicos dicen sobre la infalibilidad del PAPA



¿CÓMO ven muchos católicos la doctrina de la infalibilidad del Papa? Observe los siguientes comentarios recogidos por el corresponsal de ¡Despertad! en Italia:

A. M., abogado católico de Bérgamo, dijo: “Si una persona profesa el catolicismo, entonces tiene que creer en sus dogmas. Es obvio que el problema de la infalibilidad del Papa no se puede explicar de una manera racional, es una cuestión de fe. O se cree o no se cree”.

P. S., católico de Palermo, afirma: “En mi opinión, lo que importa no es tanto si la Biblia apoya el dogma o no, sino si se puede establecer que cumple una función dentro de la Iglesia y que tiene una utilidad específica hoy día. Vivimos en un mundo confuso, una verdadera Babilonia de ideas. Las personas ya no están seguras de nada, y existe esta gran necesidad de contar con una fuente absolutamente segura con la que puedan identificarse”.

Otros católicos son críticos. Al parecer, su escepticismo se basa en los precedentes históricos del papado. “Soy católico practicante, pero me resulta difícil creer en esta doctrina [la infalibilidad del Papa] —dijo L. J., periodista romano—. La historia de los papas indica precisamente lo contrario.”

A. P., doctor de Roma, dice: “No lo creo en absoluto. Él es un hombre como todos los demás y se equivoca. Por ejemplo: cuando se mezcla en la política, está equivocado. El único que no se equivoca es Dios”.

Esta doctrina ha dividido a la gente. En 1982, el 57% de los católicos de la ciudad de Roma, donde está ubicado el Vaticano, consideraba el dogma de la infalibilidad del Papa como uno de los más cuestionables. En Portugal, solo el 54,6% de los católicos lo cree, y en España, únicamente el 37%.

¿Pudiera ser que en lugar de contribuir a la unidad de la iglesia católica, este dogma haya dado origen, en realidad, a divisiones y disputas? La evidencia histórica indica que desde su mismo principio ha sido raíz de controversias, hasta durante el concilio que lo promulgó en el siglo XIX.

Divisiones y amedrentamiento

No se puede negar que durante el concilio Vaticano del año 1870 hubo algunas discusiones muy acaloradas entre obispos y cardenales. El periódico La Civiltà Cattolica de aquel año habló de “ardiente agitación”, e hizo notar que ni siquiera los jesuitas habían previsto que “surgieran semejantes diferencias ante una verdad tan sagrada”.

El historiador alemán Ferdinand Gregorovius escribió que en el concilio hubo “sesiones tempestuosas”. La que se celebró el 22 de marzo de 1870 fue particularmente turbulenta. El obispo Josip Juraj Strossmajer, uno de los muchos obispos presentes en el concilio que estuvieron en contra del dogma de la infalibilidad, fue acallado por los gritos de los que estaban a favor. Los registros del concilio explican que mientras Strossmajer hablaba, estos obispos protestaban “con voz fuerte” y ‘gritaban’: “¡Que lo echen de aquí!”, y: “¡Que baje! ¡Que baje!”.

Otros historiadores han mostrado que el Papa y la curia romana ejercieron mucha presión en los miembros del concilio para que se aprobase el dogma. Respecto a esto, el historiador católico Roger Aubert habla de la “trifulca” que tuvo Pío IX con el cardenal boloñés Guidi, cuyo discurso al concilio no fue del agrado del Papa. Según se informa, en un estallido de cólera, Pío IX dijo al cardenal, quien en su discurso había hecho referencia a la tradición: “¡Yo soy la tradición!”.

El Papa quería que se aprobase la doctrina a toda costa: “Estoy tan decidido a seguir adelante —dijo—, que si pensase que el Concilio quiere silencio, lo disolvería y yo mismo promulgaría la definición”. La Civiltà Cattolica admitió: “Las maniobras del grupo mayoritario del concilio y también del papa Pío IX, así como las limitaciones y dificultades impuestas al grupo minoritario, no deben seguir minimizándose ni justificándose con excusas”.

Un libro de historia resume lo que sucedió del siguiente modo: “Los nuncios del Papa [embajadores] intimidan a los obispos para que apoyen un decreto de infalibilidad del Papa”. Sin embargo, tales “maniobras” no consiguieron calmar las aguas de la disidencia; más bien, solo sirvieron para agitarlas aún más. Después del concilio, parte del clero disidente se separó de la iglesia católica. De aquel cisma surgió el movimiento “Católicos de antes”, que todavía sigue activo en Austria, Alemania y Suiza.

Escépticos modernos

Las controversias sobre este dogma nunca se han apaciguado del todo. Con motivo del centenario de su aprobación, en 1970 volvieron a estallar con particular virulencia.

A finales de la década de los sesenta, el obispo holandés Francis Simons escribió el libro Infallibility and the Evidence, en el que expresó abiertamente sus dudas sobre la infalibilidad de la iglesia católica y del Papa. Simons dijo que por causa del dogma, “en lugar de ser una fuerza que promueve el progreso y los cambios favorables, la Iglesia se ha convertido en una institución que teme las innovaciones y que se preocupa por salvaguardar su propia posición”.

Poco después salió a la luz el fuerte ataque del afamado teólogo suizo Hans Küng, quien con su libro Infallible? An Enquiry y otros escritos provocó severas reacciones de la jerarquía católica. Luego, a finales de 1970, August Hasler escribió: “Cada vez se hace más evidente que el dogma de la infalibilidad del Papa no tiene base ni en la Biblia ni en la historia de la Iglesia durante el primer milenio”.

Los teólogos leales a la doctrina de la Iglesia han reaccionado de diversas maneras. La Civiltà Cattolica menciona la “enorme cantidad de dificultades, intolerancia y agitación” generadas por “la reafirmación de la doctrina del primado romano de Pedro decretada por el Vaticano II”. Karl Rahner enfatizó que “los dogmas permanecen en su marco histórico y permanentemente abiertos a interpretación futura”.

Si las definiciones de los dogmas están sujetas a nuevas interpretaciones, ¿cómo pueden ser infalibles? ¿Cómo pueden ofrecer la certeza que la gente busca? Pero aún más importante es saber si los primeros cristianos seguían a un Papa infalible.


¿Son infalibles los papas?



‘EL DOGMA del que depende el triunfo del catolicismo sobre el racionalismo.’ Así es como el periódico jesuita La Civiltà Cattolica aclamó en el año 1870 la solemne promulgación del dogma de la infalibilidad del Papa en el concilio Vaticano I.

En el lenguaje teológico católico, el término “dogma” se refiere a las doctrinas que tienen un “valor absoluto y son incuestionables”. La definición exacta de la infalibilidad del Papa, según se aprobó en el concilio de 1870, es la siguiente:

“Enseñamos y definimos ser dogma divinamente revelado; Que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra —esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia Universal—, por la asistencia divina que le fue prometida en la persona del bienaventurado Pedro, goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia en la definición de la doctrina sobre la fe y las costumbres; y, por tanto, que las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia.”

Una situación para tener todas las de ganar

Un teólogo alemán, el difunto August Bernhard Hasler, opinaba que esta definición, difícil de comprender para muchos, es, además, vaga. Refiriéndose a la “vaguedad” e “indeterminación” de la expresión ex cathedra, comentó que “casi nunca se puede decir cuáles son las decisiones que deben considerarse infalibles”. Según otro teólogo, Heinrich Fries, la fórmula es “ambigua”, y Joseph Ratzinger admitió que esa cuestión había dado origen a una “complicada controversia”.

Hasler afirmó que “la vaguedad de los conceptos” permite tanto una aplicación extensa del dogma, a fin de aumentar el poder del Papa, como una interpretación más limitada, que permita que frente a enseñanzas erróneas del pasado, uno siempre pueda tener base para afirmar que no son parte del llamado “magisterio” infalible. En otras palabras: se trata de una situación en la que, como suele decirse, “si sale cara gano yo, y si sale cruz pierdes tú”.

De modo que con “infalibilidad” se quiere decir que aunque el Papa comete errores como todos los demás humanos, no se equivoca a la hora de definir cuestiones de fe y de moral ex cathedra, cuando desempeña el cargo de pastor de la iglesia católica romana.

Pero, ¿qué opinan los propios católicos de esta doctrina?

Los "SANTOS" de la Iglesia Católica...


Una decisión controvertida

En septiembre de 2000, el papa Juan Pablo II beatificó a Pío IX, cuyo pontificado se extendió de 1846 a 1878. El historiador francés René Rémond escribe en el diario católico La Croix que este pontífice adoptó “decisiones opuestas al espíritu del Evangelio, como permitir la ejecución de patriotas italianos condenados a muerte por cuestionar su poder como jefe de Estado”.


Refiriéndose a él como el “último monarca absoluto de Europa”, el periódico Le Monde destaca la intolerancia de este Papa rey y, sobre todo, su lucha contra “la libertad de conciencia, los derechos humanos y la emancipación de los judíos”. El rotativo agrega que “condenó la democracia, la libertad de religión y la separación de la Iglesia y el Estado”, así como “la libertad de prensa, de pensamiento y de asociación”.

Además, fue él quien inauguró en 1869 el Concilio Vaticano I, el cual definió la doctrina de la infalibilidad del Papa en cuestiones de fe y moralidad.

Enlace a Wikipedia:
http://es.wikipedia.org/wiki/Beato_P%C3%ADo_IX#Beatificaci.C3.B3n

La Iglesia católica y las Guerras...


Una imagen dice más que mil palabras...



La religión toma partido

EL 1 DE SEPTIEMBRE de 1939 Alemania invadía Polonia, con lo que daba comienzo la II Guerra Mundial. Tres semanas después aparecía el siguiente titular en The New York Times: “Las iglesias alientan a los soldados alemanes”. ¿Apoyaron realmente las iglesias alemanas las guerras de Hitler?

Friedrich Heer, católico romano y profesor de Historia en la Universidad de Viena, reconoció que sí lo hicieron: “En la cruda realidad de la historia alemana, la cruz y la esvástica se fueron acercando cada vez más, hasta que la esvástica proclamó el mensaje de la victoria desde las torres de las catedrales alemanas, las banderas con la esvástica aparecieron en los altares, y los teólogos, pastores, clérigos y políticos católicos y protestantes aclamaron la alianza con Hitler”.

En efecto, las autoridades eclesiásticas dieron apoyo incondicional al movimiento bélico de Hitler, como escribió el profesor católico romano Gordon Zahn: “Cualquier católico alemán que acudiera a sus superiores religiosos en busca de guía espiritual y dirección respecto a prestar servicio en las guerras de Hitler, recibía prácticamente las mismas respuestas que hubiera recibido del propio dirigente nazi”.

Las religiones del bando contrario

Ahora bien, ¿qué decían las iglesias de los países que luchaban contra Alemania? The New York Times del 29 de diciembre de 1966 dijo: “En el pasado, las jerarquías católicas locales casi siempre apoyaron las guerras de sus naciones, bendiciendo a las tropas y rezando por la victoria, mientras que un grupo de obispos del bando opuesto rezaban públicamente por el resultado contrario”.

¿Aprobó el Vaticano este apoyo a los ejércitos contrarios? Veamos: El 8 de diciembre de 1939, tan solo tres meses después de haberse declarado la II Guerra Mundial, el papa Pío XII redactó la carta pastoral Asperis Commoti Anxietatibus, dirigida a los capellanes de los ejércitos de las naciones beligerantes. En ella se instaba a los capellanes de ambos bandos a confiar en sus respectivos obispos militares, y se les exhortaba, “como soldados bajo la bandera de su país, a luchar también por la Iglesia”.

La religión suele tomar la delantera con entusiasmo en movilizar a los países para la guerra. “Hasta en nuestras iglesias hemos puesto el estandarte de la guerra”, admitió el difunto clérigo protestante Harry Emerson Fosdick. Y con respecto a la I Guerra Mundial, el general de brigada británico Frank P. Crozier dijo: “Las iglesias cristianas son las mejores creadoras de actitudes sanguinarias que tenemos, y nos hemos servido bien de ellas”.

No obstante, eso ocurrió en el pasado. ¿Qué puede decirse del papel que desempeña ahora la religión en la guerra de las repúblicas de la anterior Yugoslavia, donde la mayoría de la gente es o católica romana u ortodoxa?

La responsabilidad de la religión

Un titular aparecido en la revista Asiaweek del 20 de octubre de 1993 rezaba así: “Bosnia es un epicentro de conflictos religiosos”. En el periódico San Antonio Express-News del 13 de junio de 1993, se publicó un artículo titulado “Los caudillos religiosos deberían poner fin a las calamidades bosnias”. Decía: “Las religiones católica romana, ortodoxa oriental y musulmana [...] no pueden eludir su responsabilidad por lo que está sucediendo. Esta vez no, no con el mundo entero viendo todas las noches [las noticias]. Es su guerra. [...] Es obvio que los jefes religiosos comparten la responsabilidad de la guerra. Su misma santurronería la provoca. Lo hacen cuando bendicen a un bando para que venza al otro”.

¿A qué se debe, por ejemplo, que se odien tanto los miembros de la Iglesia Católica Romana y de las Iglesias Ortodoxas Orientales? La culpa la tienen los papas, los patriarcas y demás dirigentes eclesiásticos. Desde que estas religiones se separaron por completo, en 1054, las autoridades eclesiásticas han fomentado el odio y las guerras entre sus fieles. El 20 de septiembre de 1991, el periódico montenegrino Pobeda señaló a ese cisma religioso y sus consecuencias en un artículo sobre las luchas recientes. Bajo el titular “Asesinos en el nombre de Dios”, explicó:

“No es una cuestión de política entre [el presidente croata] Tudjman y el [líder serbio] Milosevic, sino, más bien, una guerra religiosa. Debe decirse que ya han pasado mil años desde que el Papa decidió eliminar la competencia de la religión ortodoxa. [...] En 1054 [...] el Papa declaró culpable de la separación a la Iglesia Ortodoxa. [...] En 1900 el primer congreso católico explicó con claridad el proyecto de genocidio de los ortodoxos para el siglo XX. [Dicho] proyecto está en plena ejecución en la actualidad.”

Sin embargo, este reciente enfrentamiento no es el primer caso de conflicto religioso en nuestro siglo. Hace cincuenta años, durante la II Guerra Mundial, los católicos romanos trataron de hacer desaparecer la presencia de la Iglesia Ortodoxa en la zona. Con el respaldo del Papa, el movimiento nacionalista croata denominado Ustacha llegó a gobernar el estado independiente de Croacia. The New Encyclopædia Britannica dice que esta gobernación aprobada por el Vaticano empleó “prácticas sumamente brutales, incluidas las ejecuciones de centenares de miles de serbios y judíos”.

En el libro The Yugoslav Auschwitz and the Vatican (El Auschwitz yugoslavo y el Vaticano), no solo aparecen documentados estos asesinatos en masa en los que murieron decenas de miles de víctimas, sino también la implicación del Vaticano en ellos.

Por otro lado, la Iglesia Ortodoxa ha respaldado a los serbios en su lucha. A cierto dirigente de una unidad militar serbia se le atribuyen estas palabras: ‘El Patriarca es mi comandante’.

¿Qué se podría haber hecho para detener toda esta matanza, que tan solo en Bosnia-Herzegovina ha resultado en la muerte o desaparición de 150.000 personas? Fred Schmidt declaró en el San Antonio Express-News que el Consejo de Seguridad de la ONU debería aprobar “una resolución formal que exhortara al Papa, al patriarca de Constantinopla y [a los demás líderes] de las religiones católica, ortodoxa oriental y musulmana con jurisdicción en Bosnia-Herzegovina a dar por terminada inmediatamente la lucha, y a reunirse para determinar cómo conseguir que sus fieles consideren a los miembros de las otras religiones como su prójimo”.

Siguiendo esa misma línea, un comentario publicado en el periódico Progress Tribune, de Scottsdale (Arizona, E.U.A.), llegó a la conclusión de que la guerra “podría detenerse si los líderes religiosos se lo propusieran seriamente”. El artículo sugería que lo hicieran “excomulgando de inmediato a cualquier feligrés que lanzara una granada en Sarajevo”.

No promueven realmente la paz

Sin embargo, los papas siempre se han negado a excomulgar a los peores criminales de guerra, aun cuando otros católicos han suplicado que se tome tal acción. Por ejemplo, la publicación Catholic Telegraph-Register, de Cincinnati (Ohio, E.U.A.), bajo el titular “Fue criado católico pero viola la fe, dice un cable dirigido al Papa”, comentaba: “Se ha hecho un llamamiento a Pío XII para que excomulgue al Reichsführer Adolph Hitler. [...] ‘Adolph Hitler —decía en parte [el cable]— nació de padres católicos, recibió el bautismo y fue criado y educado como tal’”. Sin embargo, Hitler jamás fue excomulgado.

Examinemos también la situación que existe en los lugares de África donde se han librado guerras atroces. Quince obispos católicos romanos de Burundi, Ruanda, Tanzania, Uganda y Zaire confesaron que, a pesar de la presencia de muchos “cristianos” bautizados en la región, los “conflictos internos han resultado en masacres, destrucción y traslados forzosos de personas”. Los obispos admitieron que la raíz del problema “es que la fe cristiana no ha penetrado lo suficiente en la mentalidad del pueblo”.

El periódico National Catholic Reporter del 8 de abril de 1994 decía que el “Papa [...] sentía un ‘inmenso dolor’ por las recientes noticias del conflicto existente en la pequeña nación africana [de Burundi], cuya población es predominantemente católica”. El Papa dijo que, en Ruanda, donde alrededor del 70% de la población profesa esta religión, “hasta los católicos son responsables” de la matanza. Sí, católicos de ambos bandos se han matado despiadadamente, tal como hicieron en incontables guerras anteriores. Y, como hemos podido comprobar, otras religiones han hecho lo mismo.


[Nota]

Hitler, jamás fue excomulgado por la Iglesia Católica.

Adolfo Hitler y la Iglesia Católica...


¿Cómo llegó a ser canciller —y dictador— de Alemania el tirano Adolf Hitler? Fue por la intriga política de un caballero papal a quien el anterior canciller alemán, Kurt von Schleicher, describió como “la clase de traidor al lado del cual Judas Iscariote es un santo”. Este fue Franz von Papen, quien dirigió a la Acción Católica y a los líderes industriales en su oposición al comunismo y unió a Alemania bajo Hitler. Como parte de una componenda, se nombró vicecanciller a Von Papen. Hitler envió una delegación encabezada por Von Papen a Roma para negociar un concordato entre el Estado nazi y el Vaticano. El papa Pío XI dijo a los enviados alemanes que se alegraba mucho de que “el gobierno alemán ahora estuviera bajo la dirección de un hombre que se opone inflexiblemente al comunismo”, y el 20 de julio de 1933, en una ceremonia elaborada en el Vaticano, el cardenal Pacelli (quien pronto llegaría a ser el papa Pío XII) firmó el concordato.

Un historiador escribe: “El Concordato [con el Vaticano] fue una gran victoria para Hitler. Le dio el primer apoyo moral que había recibido del mundo exterior, y esto, de la fuente más ensalzada”. Durante las celebraciones en el Vaticano, Pacelli confirió a Von Papen la elevada decoración papal de la Gran Cruz de la Gran Orden de Pío. Winston Churchill, en su libro The Gathering Storm (La tempestad se forma), publicado en 1948, dice que Von Papen también usó “su reputación de buen católico” para obtener apoyo eclesiástico para los nazis cuando estos se apoderaron de Austria. En 1938, en honor del cumpleaños de Hitler, el cardenal Innitzer ordenó que todas las iglesias de Austria enarbolaran la esvástica, tocaran las campanas y oraran por el dictador nazi.

Por lo tanto, ¡el Vaticano tiene una terrible culpa de derramamiento de sangre! Como la parte más prominente de Babilonia la Grande, desempeñó un papel significativo en poner a Hitler en el poder y darle apoyo “moral”. El Vaticano fue más allá de eso al consentir tácitamente en las atrocidades de Hitler. Durante la larga década del terror nazi, el pontífice romano se mantuvo callado mientras centenares de miles de soldados católicos peleaban y morían por la gloria del régimen nazi y se quitaba la vida a otros millones de desafortunados en las cámaras de gas de Hitler.

Los obispos católicos alemanes hasta dieron apoyo franco a Hitler. En el mismo día que Japón —socio de Alemania durante la guerra en aquel tiempo— lanzó el ataque inesperado sobre Pearl Harbor, el periódico The New York Times publicó este informe: “La Conferencia de Obispos Católicos Alemanes reunida en Fulda ha recomendado que se introduzca una ‘oración bélica’ especial que ha de ser leída al principio y al fin de todos los servicios divinos. La oración suplica a la Providencia que bendiga con victoria las armas alemanas y otorgue protección a la vida y salud de todos los soldados. Los obispos también dieron al clero católico la instrucción de guardar una observancia y recordar en un sermón dominical especial por lo menos una vez al mes a los soldados alemanes ‘en tierra, mar y aire’”.

Si no hubiera habido amores entre el Vaticano y los nazis, el mundo quizás se habría ahorrado la agonía de que veintenas de millones de soldados y civiles murieran en la guerra, de que seis millones de judíos fueran asesinados por “no ser arios”, y —algo muy precioso a los ojos de Jehová— de que miles de sus Testigos, tanto de los ungidos como de las “otras ovejas”, sufrieran grandes atrocidades, incluso el que muchos Testigos murieran en campos de concentración nazis. (Juan 10:10, 16.)

La Inquisición española, ¿cómo pudo suceder?


FUE el 5 de junio de 1635 cuando se informó a Alonso de Alarcón que se había promulgado una orden de arresto contra él. Alegó que era inocente, pero no se le hizo caso. Pasó a ocupar una celda en una cárcel secreta donde permaneció incomunicado. Tres veces se le “invitó” a confesar sus delitos, pero él se declaró inocente.

El 10 de abril de 1636 fue torturado en el potro hasta que perdió el conocimiento. El 12 de octubre fue condenado a recibir cien azotes, y fue desterrado durante seis años.

“Para la mayor gloria de Dios”

Alonso era un oficial tejedor de Toledo (España); tenía tres hijas, y un lado de su cuerpo estaba paralizado. Su médico había informado a los interrogadores que se le podía aplicar la tortura sin riesgo... por lo menos en el lado que no tenía paralizado. Alonso fue una víctima de la Inquisición española.

¿Cuál fue su delito? Se le acusó de comer carne en viernes (lo que implicaba tendencias judaizantes) y de blasfemia contra la virgen María (se alegaba que había dicho que una de sus hijas era más virgen que María). La acusación provenía del sacerdote de su parroquia.

Los teólogos estudiaron el caso y decretaron que los hechos de los que se le acusaba constituían actos o proposiciones heréticas. Según una frase de la época, estos procesos se instruían ad majorem Dei gloriam (para la mayor gloria de Dios), aunque Alonso y las otras más o menos cien mil víctimas procesadas por la Inquisición no lo verían de esta manera.

No sorprende, pues, que la Inquisición española haya llegado a ser sinónimo de opresión y fanatismo religiosos. Incluso la palabra “inquisición”, que en un principio solo significaba “acción de inquirir”, tiene ahora connotaciones de tortura, injusticia y desconsideración despiadada hacia los derechos humanos. ¿Cómo llegó a existir esta maquinaria opresora? ¿Cuáles eran sus objetivos? ¿Puede justificarse como un “mal necesario”?

¿Consiguió la Inquisición la unidad de la fe?

En el siglo XIII, la iglesia católica estableció la Inquisición en Francia, Alemania, Italia y España. Su propósito principal era erradicar los grupos religiosos disidentes que el clero consideraba peligrosos para la Iglesia. Después de la desaparición de estos grupos, la influencia de la Inquisición eclesial empezó a declinar, pero estos precedentes iban a tener horribles consecuencias para muchos españoles unos dos siglos después.

En el siglo XV, los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, conquistaron el último reducto de los árabes, quienes habían ocupado gran parte de la península ibérica por ocho siglos. Estos monarcas buscaron maneras de forjar la unidad nacional. Se consideró que la religión era un instrumento útil para ese fin.

En septiembre de 1480, la Inquisición reapareció en España, pero en esta ocasión bajo el poder del Estado. Su propósito era la “purificación del país y la unidad de la fe”. Los gobernantes católicos de España persuadieron al papa Sixto IV para que publicara una bula que los autorizara a ellos a nombrar a los inquisidores con el fin de vigilar y castigar la herejía. Desde entonces, el Estado financió la Inquisición y estableció los procedimientos que debería seguir. Había comenzado una cruzada para imponer una estricta uniformidad religiosa en el país. La institución fue dirigida principalmente por frailes dominicos y franciscanos, aunque estaba supervisada por la monarquía.

Este fue un matrimonio de conveniencia entre la Iglesia y el Estado. Aquella deseaba erradicar la amenaza que percibía en los miles de españoles judíos y árabes que habían sido forzados a convertirse al catolicismo, pero de los que se sospechaba que conservaban sus anteriores creencias. Más tarde, utilizaría el mismo aparato para erradicar a los grupos protestantes que aparecieron el siglo siguiente.

La Inquisición también demostró ser un poderoso instrumento para el Estado. Suprimió la oposición, generó sustanciosos ingresos de los bienes confiscados a las víctimas y concentró el poder en las manos de la monarquía. Por más de tres siglos esta temida institución impuso su voluntad sobre el pueblo español.

Torquemada: el inquisidor más notorio

En 1483, tres años después de haberse implantado de nuevo la Inquisición en España, fue nombrado inquisidor general Tomás de Torquemada, un fraile dominico que, irónicamente, era de ascendencia judía. Su crueldad para con los sospechosos de herejía no tuvo parangón. El papa Sixto IV lo elogió por haber “encaminado vuestro celo a esas materias que contribuyen a la alabanza de Dios”.

Más tarde, sin embargo, el papa Alejandro VI, alarmado por los excesos de Torquemada, trató de diluir su poder mediante nombrar a otros dos inquisidores generales. No sirvió de mucho. Torquemada continuó ejerciendo autoridad absoluta, y durante el tiempo que estuvo de inquisidor, quemó en el madero, como mínimo, a dos mil personas... “un horrible holocausto rendido al principio de intolerancia”, según The Encyclopædia Britannica. Miles de personas huyeron al extranjero, y a muchos otros se les encarceló y torturó, y se les confiscaron sus propiedades. Al parecer, Torquemada estaba convencido de que su labor era un servicio a Cristo. En realidad, la doctrina de la Iglesia justificaba sus acciones.

Sin embargo, la Biblia advierte que el celo religioso puede estar desviado. En el primer siglo, Pablo describió a los judíos que perseguían a los cristianos como personas que tenían “celo por Dios; mas no conforme a conocimiento exacto”. (Romanos 10:2.) Jesús predijo que el celo mal dirigido incluso llevaría a tales personas a matar a gente inocente, imaginando que estaban ‘rindiendo servicio sagrado a Dios’. (Juan 16:2.)

Los métodos de Torquemada ilustran bien las trágicas consecuencias de un celo endurecido por la intolerancia, en vez de atemperado por el amor y el conocimiento exacto. El suyo no fue el modo cristiano de conseguir la unidad de la fe.

La Inquisición y la Biblia

Los inquisidores impidieron durante siglos que los españoles leyeran la Biblia en su idioma. Consideraban herética la mera posesión de una Biblia en el idioma vernáculo. En 1557 la Inquisición proscribió oficialmente la Biblia en cualquiera de las lenguas vernáculas de España. Se quemaron innumerables Biblias.

No fue sino hasta 1791 que, por fin, se imprimió una Biblia católica en español, basada en la Vulgata Latina. La primera traducción completa de la Biblia de sus idiomas originales al español realizada por la iglesia católica, la versión Nácar-Colunga, no llegó sino hasta 1944.

El alcance del poder de la Inquisición en este asunto era tal que incluso las Biblias manuscritas en romance (español primitivo) de la biblioteca personal del rey, en El Escorial, eran revisadas por el inquisidor general. Aún se puede ver la advertencia “prohibida” en la primera página de algunas de esas obras.

Es posible que el que la Biblia haya estado proscrita por tantos siglos en España haya contribuido al interés actual de los españoles en las Sagradas Escrituras. Muchos tienen ahora una Biblia en casa y demuestran un deseo sincero de conocer lo que esta en realidad enseña.

La verdadera cara de la Inquisición

La Inquisición fomentó inevitablemente la avaricia y la sospecha. El papa Sixto IV se quejó de que los inquisidores estaban demostrando más deseo por el oro que celo por la religión. Cualquier persona pudiente estaba en peligro de ser denunciada, y aunque podía ser “reconciliada con la Iglesia” durante el proceso inquisitorial, de todos modos se le confiscaban sus bienes.

A otros se les juzgaba después de muertos, y se dejaba en la miseria a sus herederos, algunas veces sobre la base de informadores anónimos que recibían un porcentaje de las riquezas incautadas. La amplia utilización de espías e informadores produjo un clima de temor y sospecha. Con frecuencia se invocaba a la tortura para obtener los nombres de otros “herejes”, lo que resultó en el arresto de muchas personas inocentes sobre la base de evidencia insustancial.

Las fuertes sospechas antisemíticas condujeron a otros abusos. Por ejemplo: Elvira del Campo, de Toledo, fue acusada en 1568 por no comer carne de cerdo y por haberse puesto ropa limpia en sábado, lo que se consideraba prueba de la práctica secreta del judaísmo. Torturada sin piedad en el potro, imploró: “Señores, ¿por qué no me decís lo que queréis que diga?”. En la segunda sesión de tortura tuvo que confesar que su repugnancia por la carne de cerdo no era un producto de la fragilidad de su estómago, sino un rito judío.

No se ganó ni el corazón ni la mente

Se oyeron valientes voces de protesta, incluso durante el período de máximo poder de la Inquisición. Elio Antonio de Nebrija, uno de los principales eruditos de su día, fue denunciado a la Inquisición por su deseo de mejorar el texto de la Biblia Vulgata Latina. Nebrija protestó: “¿He de decir a la fuerza que no sé lo que sé? ¿Qué esclavitud o qué poder es este tan despótico?”. Luis Vives, otro erudito cuya entera familia fue aniquilada por la Inquisición, escribió: “Vivimos en tiempos difíciles en los que no podemos ni hablar ni callar sin peligro”.

A principios del siglo XIX, el escritor y político español Antonio Puigblanch abogó por la abolición de la Inquisición. Este era su argumento: “Siendo la Inquisición un tribunal eclesiástico, su rigor es incompatible con el espíritu de mansedumbre que debe distinguir a los ministros del Evangelio”. Incluso en la actualidad muchos católicos sinceros están tratando de explicarse el papel que desempeñó la Iglesia en la Inquisición.

De modo que es propio preguntarse: ¿Se ganó en realidad el corazón y la mente de la gente con estos métodos? Un historiador observa: “La Inquisición, mientras que forzaba la conformidad al dogma y la observancia externa, no logró inspirar un respeto genuino a la religión”.

Por ejemplo: Julián, un joven que estudiaba para ser sacerdote, recibió una sacudida cuando leyó por primera vez el papel que desempeñó la Iglesia en la Inquisición. Su maestro le dijo que, como Dios había concebido el infierno para atormentar eternamente a los inicuos, la Iglesia podía usar el tormento cuando lo juzgara necesario. Pero esa respuesta no le ayudó a disipar sus dudas, y abandonó el seminario. De manera similar, Julio, un joven abogado español que ya tenía ciertas dudas en cuanto al catolicismo, después de leer mucho sobre el tema de la Inquisición, llegó a la convicción de que la Iglesia no podía ser verdaderamente cristiana.

Cuando las amenazas, los encarcelamientos, la tortura e incluso la muerte se emplean para conseguir fines políticos y religiosos, acaban siendo contraproducentes. La Iglesia española, manchada por su historia de represión, aún está cosechando las consecuencias de haber sembrado la violencia, el odio y la sospecha.

El fin, ¿justifica los medios?

El concepto de “unidad religiosa a cualquier precio” es peligroso. El celo religioso puede convertirse fácilmente en fanatismo. Esta tragedia se puede evitar por medio de adherirse fielmente a los principios bíblicos. El ejemplo de los cristianos del primer siglo prueba que esto es así.

Con respecto a los métodos que usaron los cristianos primitivos para mantener la armonía doctrinal, The New Encyclopædia Britannica explica: “Durante los primeros tres siglos de cristianismo, las penas contra los herejes eran exclusivamente espirituales, por lo general, la excomunión”. Este procedimiento estaba en armonía con las instrucciones de las Escrituras: “Huye del hombre hereje, después de haberle corregido una y dos veces”. (Tito 3:10, Torres Amat.)

El guerrear cristiano... para ganar la mente de otras personas

La Biblia habla de la predicación de las buenas nuevas como un guerrear espiritual. La meta es poner “bajo cautiverio todo pensamiento para hacerlo obediente al Cristo”. La unidad duradera se conseguiría por medio de armas, pero no armas de tortura. Serían, más bien, espirituales, “poderosas por Dios”, que se usarían siempre “junto con genio apacible y profundo respeto”. (2 Corintios 10:3-5; 1 Pedro 3:15.)

Felizmente, podemos esperar el día en que ya no exista persecución religiosa. La promesa de Dios es que pronto vendrá un tiempo en el que “no harán ningún daño ni causarán ninguna ruina”. Se conseguirá verdadera unidad religiosa, y toda la “tierra ciertamente estará llena del conocimiento de Jehová como las aguas cubren el mismísimo mar”. (Isaías 11:9; Revelación 21:1-4.)

[Nota]

Ciertos “santos” católicos prominentes se habían pronunciado a favor de la ejecución de los herejes. Agustín afirmó que “es necesario recurrir a la fuerza cuando no es escuchada la razón de las palabras”. Por su parte, Tomás de Aquino declaró que “la herejía [...] es un delito que merece, no solo la excomunión, sino hasta la muerte”.

La iglesia Católica, una Iglesia con un pasado decadente...

Vista parcial de la Capilla Sixtina.














Para fines del siglo XV la Iglesia de Roma, con parroquias, monasterios y conventos por todo su dominio, había llegado a ser la mayor terrateniente de toda Europa. Según informes, era dueña de la mitad del terreno de Francia y Alemania y dos quintas partes, o más, de Suecia e Inglaterra. ¿Qué resultado tuvo esto? El “esplendor de Roma creció inconmensurablemente durante los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI, y su importancia política prosperó temporalmente”, dice el libro A History of Civilization (Una historia de la civilización). Sin embargo, toda aquella grandiosidad costaba algo, y, para mantenerla, el papado tenía que hallar nuevas fuentes de ingresos. El historiador Will Durant describe así los diversos medios que se emplearon para esto:

“Toda persona que recibía nombramiento eclesiástico tenía que remitir a la Curia papal —las oficinas administrativas del papado— la mitad de los ingresos de su puesto por el primer año (“anata”), y después, anualmente, el diezmo o décima parte. El nuevo arzobispo tenía que pagar al papa una suma sustancial por el palio, una banda de lana blanca que servía de confirmación e insignia de su autoridad. Al morir un cardenal, arzobispo, obispo o abad, sus posesiones personales volvían al papado. [...] Por todo juicio o favor que otorgaba, la Curia esperaba un regalo como reconocimiento, y a veces el regalo determinaba el juicio que se dictaba”.

Con el tiempo las grandes sumas de dinero que ingresaban en los cofres papales año tras año llevaron a mucho abuso y corrupción. Se ha dicho que ‘ni el papa puede tocar la brea sin que se le ensucien los dedos’, y en la historia eclesiástica de este período hubo lo que un historiador llamó “una sucesión de papas muy mundanos”. Entre estos estuvieron Sixto IV (papa: 1471-1484), quien gastó grandes sumas de dinero en construir la Capilla Sixtina, nombrada en su honor, y para enriquecer a sus muchos sobrinos y sobrinas; Alejandro VI (papa: 1492-1503), el infame Rodrigo Borgia, quien francamente admitía tener hijos ilegítimos y les concedía ascensos; y Julio II (papa: 1503-1513), sobrino de Sixto IV, quien era más devoto a las guerras, la política y el arte que a sus deberes eclesiásticos. Con toda justicia el erudito católico holandés Erasmo escribió en 1518: “La desvergüenza de la Curia romana ha llegado al colmo”.

La corrupción y la inmoralidad no se limitaban a los papas. Un dicho común en aquellos tiempos era: “Si quieres arruinar a tu hijo, hazlo sacerdote”. Esto tiene el apoyo de documentos de aquella época. Según Durant, en Inglaterra, entre “acusaciones de incontinencia [sexual] presentadas en 1499 [...] los infractores que eran miembros del clero componían el 23% del total, aunque el clero era probablemente menos del 2% de la población. Algunos confesores pedían favores sexuales de las penitentes. Miles de sacerdotes tenían concubinas; en Alemania, casi todos”. (Nótese el contraste con 1 Corintios 6:9-11; Efesios 5:5.) También se faltaba a la moralidad en otros campos. Se dice que cierto español de aquella época se quejó en términos como estos: ‘Veo que difícilmente podemos conseguir algo de los ministros de Cristo a no ser por dinero; en el bautismo, dinero; en las bodas, dinero; para la confesión, dinero... no, ¡no la extrema unción sin dinero! No tocan campanas sin dinero, no se entierra a nadie en la iglesia sin dinero; de modo que parece que el Paraíso está vedado a los que no tienen dinero’. (Nótese el contraste con 1 Timoteo 6:10.)

Como resumen de la condición en que se hallaba la Iglesia Romana a principios del siglo XVI, citamos las palabras de Maquiavelo, un famoso filósofo italiano de aquel tiempo:

“Si la religión del cristianismo se hubiera conservado según las reglas del Fundador, el estado y el dominio de la cristiandad disfrutarían ahora de mayor unidad y felicidad. Y no puede haber mayor prueba de su decadencia que el hecho de que mientras más cerca está la gente de la Iglesia Romana, la cabeza de su religión, menos religiosa es”.

Juicio y ejecución de un “hereje” por la Iglesia Católica...



EN UN lado de la tétrica sala se halla el elevado e imponente asiento de los jueces. La silla del presidente, situada en el centro, está cubierta con un dosel de tela de color oscuro, coronado por una gran cruz de madera que domina toda la sala. Al frente está el banquillo de los acusados.

Así solían describirse los tribunales de la siniestra Inquisición católica. La aterradora acusación contra los desventurados reos era la de “herejía”, palabra que evoca imágenes de tortura y muerte en la hoguera. La Inquisición (del verbo latino inquiro, “inquirir”) era un tribunal eclesiástico especial creado para erradicar la herejía, es decir, las ideas o doctrinas que se apartaban de la ortodoxia católica romana.

Las fuentes católicas señalan que la Inquisición fue instituida por etapas. El papa Lucio III la estableció en 1184 en el Concilio de Verona, y otros pontífices perfeccionaron —si es posible aplicar este término a tan espantosa institución— su organización y procedimientos. En el siglo XIII, el papa Gregorio IX creó tribunales inquisitoriales en diversos lugares de Europa.

La infame Inquisición española fue establecida en 1478 mediante una bula pontificia que promulgó Sixto IV, a instancias de los reyes Fernando e Isabel. Su objetivo era combatir a los “marranos”, calificativo dado a los judíos falsamente convertidos al catolicismo para escapar de la persecución; a los moriscos, seguidores del islamismo convertidos a la fe católica por la misma razón, y a los herejes españoles. Por su fanatismo, el primer gran inquisidor español, Tomás de Torquemada, fraile dominico, encarnó el lado más infame de la Inquisición.

En 1542, el papa Paulo III instituyó la Inquisición romana, con jurisdicción en todo el mundo católico. El pontífice creó un tribunal central de seis cardenales llamado la Congregación de la Santa Inquisición Romana Universal, organismo eclesiástico que dio comienzo a “un gobierno de terror que sembró el pánico en toda Roma”. (Dizionario Enciclopedico Italiano.) La ejecución de herejes aterrorizó a los países donde dominaba la jerarquía católica.

Juicio y auto de fe

La historia muestra que los inquisidores acudían al suplicio para arrancar la confesión a los presuntos herejes. En su empeño por atenuar la responsabilidad de la Inquisición, los comentaristas católicos han escrito que la tortura también era corriente en los tribunales seculares de la época. Ahora bien, ¿justifica ese hecho semejante actuación de parte de ministros que afirmaban ser los representantes de Cristo? ¿No debieron haber mostrado la misma compasión que Cristo mostró a sus enemigos? Para ver el asunto con objetividad, reflexionemos en una simple pregunta: ¿Habría torturado Jesucristo a los que discrepaban de sus enseñanzas? Él dijo: “Continúen amando a sus enemigos, haciendo bien a los que los odian”. (Lucas 6:27.)

La Inquisición no le garantizaba ninguna justicia al acusado. En la práctica, el inquisidor gozaba de poderes ilimitados. “Las sospechas, las denuncias, incluso los rumores, bastaban para que el inquisidor citara ante sí a la persona afectada.” (Enciclopedia Cattolica.) Italo Mereu, historiador de Derecho, afirma que fue la propia jerarquía católica la que concibió y adoptó el sistema inquisitorial de justicia, abandonando el antiguo sistema acusatorio que crearon los romanos. El Derecho romano exigía que la parte acusadora probara su alegato; de existir dudas, era preferible exculpar al acusado a correr el riesgo de condenar a un inocente. La jerarquía católica sustituyó este principio fundamental por la idea de que la sospecha presuponía la culpabilidad y que era al acusado a quien le tocaba demostrar su inocencia. Los nombres de los testigos de cargo (delatores) se mantenían secretos, y el abogado defensor, cuando lo había, se exponía a la infamia y a la pérdida de su puesto si triunfaba en la defensa del presunto hereje. Como consecuencia, admite la Enciclopedia Cattolica, “los acusados se hallaban indefensos. Lo más que podía hacer el abogado era aconsejar al culpable que confesara”.

El juicio culminaba con el auto de fe. ¿En qué consistía este? Como consta en los grabados de la época, los infortunados reos acusados de herejía eran víctimas de un horrible espectáculo. El Dizionario Ecclesiastico define el auto de fe como un “acto público de reconciliación llevado a cabo por los herejes condenados y penitentes” después de leída su condena.

La condena y ejecución de los herejes se posponía para reunir a varios de ellos en un horrendo espectáculo dos o más veces al año. Se les hacía desfilar en una larga procesión a la vista de todos los espectadores, quienes observaban con una mezcla de horror y fascinación sádica. Después de hacérseles subir a un cadalso construido en medio de una gran plaza, se procedía a la lectura de las sentencias en voz alta. Los que abjuraban, es decir, que renunciaban a las doctrinas heréticas, se libraban de la excomunión y recibían varias penas, entre ellas la cárcel perpetua. A los que no abjuraban, pero que se confesaban con un sacerdote en el último momento, los entregaban a las autoridades civiles para que los estrangularan, ahorcaran o decapitaran, y luego incineraran su cadáver. A los impenitentes los quemaban vivos. La ejecución de la condena tenía lugar algún tiempo después, tras otro espectáculo público.

Las actividades de la Inquisición romana estaban rodeadas del mayor secreto; ni siquiera hoy se permite que los eruditos consulten sus archivos. No obstante, la investigación paciente ha sacado a la luz algunos documentos sobre los juicios del tribunal romano. ¿Qué revelan estos?

Juicio de un prelado

Pietro Carnesecchi, nacido en Florencia en los albores del siglo XVI, hizo rápidos progresos en su carrera eclesiástica en la corte del papa Clemente VII, quien lo nombró su secretario. Sin embargo, su carrera se truncó súbitamente a la muerte del pontífice. Más adelante conoció a nobles y clérigos que, como él, aceptaban algunas doctrinas de la Reforma protestante; por esta razón fue juzgado tres veces. Condenado a muerte, lo decapitaron y quemaron su cadáver.

Los comentaristas describen el cautiverio de Carnesecchi como una muerte en vida. Para quebrantar su resistencia, lo torturaron y lo privaron de alimento. El 21 de septiembre de 1567 se celebró su solemne auto de fe en presencia de casi todos los cardenales de Roma. Se le leyó su sentencia en el cadalso frente a la muchedumbre. El acto finalizó con la fórmula de rigor y una oración para que los miembros del tribunal civil, en cuyas manos sería entregado el hereje, ‘moderaran la sentencia, no le causaran la muerte y evitaran el exceso de sangre’. ¿No era aquello el colmo de la hipocresía? Los inquisidores deseaban acabar con los herejes, pero al mismo tiempo pretendían rogar a las autoridades seculares que les mostraran misericordia, salvando así el prestigio y descargándose de su culpa por derramamiento de sangre. Una vez leída la sentencia de Carnesecchi, le pusieron el sambenito, vestidura burda de color amarillo con cruces en rojo para el hereje arrepentido, o negro con llamas y demonios pintados, para el impenitente. La sentencia se ejecutó diez días después.

¿Por qué se acusó del delito de herejía a este ex secretario pontificio? Los procedimientos de su juicio, descubiertos a finales del siglo pasado, revelan que se le halló culpable de 34 cargos correspondientes a las doctrinas que impugnó. Entre ellas figuran el purgatorio, el celibato de sacerdotes y monjas, la transubstanciación, la confirmación, la confesión, la prohibición de algunos alimentos, las indulgencias y las oraciones a los “santos”. El octavo cargo reviste particular interés. (Véase el recuadro de la página 21.) Al condenar a muerte a quienes aceptaban como base de su creencia únicamente “la palabra de Dios expresada en la Santa Escritura”, la Inquisición mostró claramente que la Iglesia Católica no considera la Santa Biblia como la única fuente inspirada. No extraña entonces que muchas de sus doctrinas no se fundamenten en las Escrituras, sino en la tradición eclesiástica.

Ejecución de un joven estudiante

La breve y conmovedora historia de Pomponio Algieri, nacido cerca de Nápoles en 1531, no es muy conocida, pero ha emergido de la niebla del tiempo gracias a las diligentes investigaciones históricas de varios eruditos. Algieri se relacionó con los llamados herejes y las doctrinas de la Reforma protestante por su contacto con maestros y estudiantes de diferentes partes de Europa mientras estudiaba en la Universidad de Padua. Su interés por las Escrituras aumentó.

Comenzó a creer que solo la Biblia es inspirada y, en consecuencia, rechazó varias doctrinas católicas, como la confesión, la confirmación, el purgatorio, la transubstanciación, la intercesión de los “santos” y la enseñanza de que el Papa es el vicario de Cristo.

Arrestado y procesado por la Inquisición en Padua, Algieri dijo a sus inquisidores: “Regreso voluntariamente a prisión, quizás también a la muerte, si esa es la voluntad de Dios. Mediante su esplendor, Dios iluminará aún más a cualquiera. Soportaré de buena gana todo tormento, porque Cristo, perfecto Consolador de las almas afligidas, es mi luz y la verdadera claridad, y es capaz de disipar todas las tinieblas”. Posteriormente, la Inquisición romana obtuvo su extradición y lo condenó a muerte.

Algieri contaba 25 años cuando murió. El día en que lo ejecutaron en Roma, rehusó confesarse y recibir la comunión. El instrumento de ejecución fue más cruel que lo acostumbrado. En vez de quemarlo con leña, pusieron en el cadalso, a la vista de todos los concurrentes, una gran caldera llena de materiales inflamables, a saber, aceite, brea y resina. Tras introducir en ella al joven, atado, prendieron el fuego y lo quemaron vivo lentamente.

Otra causa grave de culpabilidad

Carnesecchi, Algieri y otros a quienes la Inquisición dio muerte poseían un entendimiento incompleto de las Escrituras. El conocimiento aún habría de hacerse “abundante” durante “el tiempo del fin” de este sistema de cosas. No obstante, estuvieron dispuestos a morir por la medida del “verdadero conocimiento” que habían adquirido de la Palabra de Dios. (Daniel 12:4.)

Hasta los protestantes, incluidos varios de sus reformadores, eliminaron a los disidentes quemándolos en la hoguera o entregaron a católicos en manos de los poderes seculares para que los mataran. A modo de ejemplo, Calvino, aunque prefería la decapitación, mandó quemar vivo a Miguel Servet por considerarlo un hereje antitrinitario.

El hecho de que la persecución y ejecución de herejes fuera común tanto a católicos como a protestantes de ningún modo excusa tal proceder. Pero la culpabilidad de las jerarquías religiosas es más grave, pues estas justifican las matanzas con las Escrituras y actúan como si Dios les hubiera encomendado tal misión. ¿No causa esto oprobio al nombre de Dios? Según afirman algunos eruditos, Agustín, conocido “Padre de la Iglesia”, fue el primero en sostener el principio de la coerción “religiosa”, esto es, el empleo de la fuerza para combatir la herejía. Intentando justificar esta práctica con la Biblia, citó las palabras de Jesús recogidas en la parábola de Lucas 14:16-24: “Oblígalos a entrar”. Obviamente estas palabras, que Agustín tergiversó, indicaban hospitalidad generosa, no coerción cruel.

Es de notar que, estando todavía activa la Inquisición, los defensores de la tolerancia religiosa protestaron contra la persecución de herejes citando la parábola del trigo y la mala hierba. (Mateo 13:24-30, 36-43.) Uno de ellos, Desiderio Erasmo de Rotterdam, dijo que Dios, el Dueño del campo, deseaba que se tolerara a los herejes (la mala hierba). Por otro lado, Martín Lutero instigó la violencia contra los campesinos disidentes, y cerca de cien mil fueron asesinados.

Al reconocer la grave culpa de las religiones de la cristiandad que fomentaron la persecución de los llamados herejes, ¿qué deberíamos sentirnos impulsados a hacer? Querremos, seguramente, buscar el conocimiento verdadero de la Palabra de Dios. Jesús dijo que la marca del cristiano verdadero sería su amor a Dios y al prójimo, un amor que, obviamente, no deja margen para la violencia. (Mateo 22:37-40; Juan 13:34, 35; 17:3.)


Algunos cargos de los que se halló culpable a Carnesecchi

8. “[Ha sostenido] que no debe creerse en nada más que en la palabra de Dios expresada en la Santa Escritura.”

12. “[Ha afirmado] que la confesión sacramental no es de jure divino [con arreglo a la ley divina], ni la instituyó Cristo, ni la prueban las Escrituras, ni es necesaria, salvo la que se hace a Dios.”

15. “Ha dudado del purgatorio.”

16. “Ha considerado apócrifo el libro de los Macabeos, el cual trata de las oraciones en favor de los muertos.”

Cuando la Religión recurre a la espada...


Se recurre a la espada

“El hombre discutirá por la religión, escribirá por ella, luchará por ella, morirá por ella; todo, menos vivir por ella.” (Charles Caleb Colton, clérigo inglés del siglo XIX)

EN SUS primeros años, al cristianismo se le bendijo con creyentes que vivían su religión, creyentes que, en defensa de su fe, blandieron con celo “la espada del espíritu, es decir, la palabra de Dios”. (Efesios 6:17.) Pero después, como lo ilustraron los sucesos acaecidos entre 1095 y 1453, los cristianos nominales, que no vivían el verdadero cristianismo, recurrieron a utilizar otra clase de espada.

En el siglo VI, el Imperio romano de Occidente ya había dejado de existir y había sido reemplazado por su homónimo oriental, el Imperio bizantino (Imperio romano de Oriente), con su capital en Constantinopla. Pero a sus respectivas Iglesias, cuyas relaciones eran ya sumamente tirantes, pronto las amenazó un enemigo común: el islam, cuyas fronteras avanzaban con gran rapidez.

La Iglesia de Oriente se dio cuenta de esto a más tardar cuando en el siglo VII los musulmanes conquistaron Egipto y otros territorios norteafricanos del Imperio bizantino.

Menos de un siglo después, la Iglesia de Occidente se conmocionó al ver que el islam avanzaba por España y Francia y llegaba a unos 160 kilómetros de París. Muchos católicos españoles se convirtieron al islam y otros abrazaron las costumbres y cultura musulmanas. “Amargada por sus pérdidas —dice el libro Early Islam (El islam primitivo)—, la Iglesia trabajó sin cesar entre sus hijos españoles para avivar las llamas de la venganza.”

Varios siglos más tarde, después de reconquistar la mayor parte de sus tierras, los católicos españoles “se volvieron contra sus súbditos musulmanes y los persiguieron sin misericordia. Les obligaron a repudiar su fe, los expulsaron del país y tomaron medidas drásticas para desarraigar todo vestigio de la cultura hispano-musulmana”.

Se utiliza la espada

En el año 1095, el papa Urbano II hizo un llamamiento a los católicos europeos para empuñar la espada literal. Había que expulsar al islam de los Santos Lugares (Oriente Medio), una zona sobre la que la cristiandad afirmaba tener los derechos exclusivos.

La idea de una guerra “justa” no era nueva. Ya se había invocado, por ejemplo, en la lucha librada contra los musulmanes en España y Sicilia, y según Karlfried Froehlich, del seminario teológico de Princeton (E.U.A.), el papa Gregorio VII “había concebido la idea de una militia Christi para la lucha contra todos los enemigos de Dios y ya había pensado enviar un ejército a Oriente” por lo menos una década antes del llamamiento de Urbano.

La acción de Urbano se debió en parte a una petición de ayuda del emperador bizantino Alejo. Además, como parecía que mejoraban las relaciones entre las partes oriental y occidental de la cristiandad, puede que la posibilidad de volver a unir las iglesias hermanas desavenidas también le impulsara a acceder a dar ayuda. Sea como fuere, convocó el Concilio de Clermont, donde se declaró que a los que quisieran participar en esta “santa” empresa se les concedería una indulgencia plenaria (la remisión de todas las penas debidas por los pecados). La respuesta fue inesperadamente positiva. “Deus volt” (“Dios lo quiere”) se convirtió en el lema bajo el que se reunieron tropas en Oriente y Occidente.

Comenzaron así una serie de expediciones militares que duraron casi dos siglos (véase el recuadro de la página 24). Al principio los musulmanes creyeron que los invasores eran bizantinos, pero al darse cuenta de su verdadero origen, los llamaron francos, el pueblo germánico del que posteriormente Francia derivó su nombre. Para hacer frente a estos “bárbaros” europeos, entre los musulmanes surgió el concepto de la Jihad (“guerra santa” o “lucha santa”).

El profesor británico Desmond Stewart comenta: “Por cada erudito o mercader que plantó las semillas de la civilización islámica mediante el precepto y el ejemplo, había un soldado para quien el islam era un llamamiento a la batalla”. Para la segunda mitad del siglo XII, el líder musulmán Nūr al-Dīn había unido a los musulmanes de la parte norte de Siria y la Alta Mesopotamia y así había creado una eficiente fuerza militar. De modo que “tal como los cristianos de la Edad Media tomaron las armas para propagar la religión de Cristo —continúa Stewart—, los musulmanes tomaron las armas para propagar la religión del Profeta”.

Desde luego, la fuerza impulsora no siempre fue dar adelanto a la causa religiosa. El libro The Birth of Europe (El nacimiento de Europa) indica que para la mayoría de los europeos, las cruzadas “ofrecieron una irresistible oportunidad de ganar fama, reunir riquezas, adueñarse de nuevos estados, gobernar países enteros o simplemente escapar de la monotonía participando en una gloriosa aventura”. Los mercaderes italianos también vieron una oportunidad para establecer puestos comerciales en los países mediterráneos orientales. Pero sin importar cuál fuese el motivo, parece que todos estaban dispuestos a morir por su religión, unos en una guerra “justa” de la cristiandad y otros en una Jihad musulmana.

La espada produce resultados inesperados

“Aunque las cruzadas iban dirigidas directamente contra los musulmanes de Oriente —dice The Encyclopedia of Religion—, el celo de los cruzados se enfocó en los judíos de los países de donde se reclutaba a los cruzados, es decir, de Europa. Un fin común de todos los cruzados era vengar la muerte de Jesús, y los judíos se convirtieron en las primeras víctimas. La persecución de los judíos comenzó en Ruán en 1096, seguida rápidamente por masacres en Worms, Maguncia y Colonia.” Esto no fue más que un preludio del espíritu antisemítico de los días del Holocausto en la Alemania nazi.

Como consecuencia de las cruzadas también aumentó la tensión Oriente-Occidente, que se había estado acrecentando desde que en el año 1054 el patriarca de la Iglesia de Oriente Miguel Cerulario y el cardenal de la Iglesia de Occidente Humberto se excomulgaron el uno al otro. Cuando los cruzados reemplazaron a los clérigos griegos con obispos latinos en las ciudades conquistadas, el cisma Oriente-Occidente empezó a afectar a la gente común.

La ruptura de las dos Iglesias fue total con motivo de la cuarta cruzada, cuando, según Herbert Waddams, anterior canónigo anglicano de Canterbury, el papa Inocencio III hizo “un doble juego”. Por un lado, expresó su indignación por el saqueo de Constantinopla (véase el recuadro de la página 24). Él escribió: “¿Cómo puede esperarse que la Iglesia de los griegos vuelva a ser devota a la Sede Apostólica cuando ha visto a los latinos poner un ejemplo de maldad y de hacer la obra del diablo de modo que los griegos, y con buena razón, ya los odian más que si fuesen perros?”. Por otro lado, se aprovechó sin demora de la situación y fundó allí un reino latino bajo un patriarca occidental.

Después de dos siglos de lucha casi continua, el Imperio bizantino estaba tan debilitado que no fue capaz de resistir los ataques de los turcos otomanos, quienes finalmente conquistaron Constantinopla el 29 de mayo de 1453. No había sido solo la espada islámica la que había acabado con el imperio, sino también la que blandía la otra Iglesia hermana del imperio, la de Roma. La división de la cristiandad había dado al islam una buena base para introducirse en Europa.

Las espadas de la política y la persecución

Las cruzadas fortalecieron la posición de liderazgo del papado tanto en el campo religioso como en el político. Según el historiador John H. Mundy, “dieron a los Papas autoridad para controlar la diplomacia europea”. Al poco tiempo “la Iglesia era el mayor gobierno de Europa [...], [capaz de] ejercer más poder político que cualquier otro gobierno occidental”.

Esta subida al poder se hizo posible tras la caída del Imperio romano de Occidente, ya que entonces la Iglesia quedó como el único poder unificador en Occidente y empezó a desempeñar en la sociedad un papel político más activo que la Iglesia de Oriente, la cual en aquel tiempo todavía estaba bajo un fuerte dirigente seglar: el emperador bizantino. Esta preponderancia política de la Iglesia de Occidente dio crédito a su afirmación de la primacía papal, una idea rechazada por la Iglesia de Oriente, que aunque aceptaba que el Papa merecía honra, no concordaba en que fuese la máxima autoridad en cuestiones de doctrina o de jurisdicción.

El poder político y la convicción religiosa descaminada empujaron a la Iglesia católica romana a tomar la espada para acabar con la oposición. Se dedicó a perseguir a los herejes. Los profesores de Historia Miroslav Hroch y Anna Skýbová, de la universidad de Karls, en Praga (Checoslovaquia), relatan cómo actuaba la Inquisición, el tribunal especial creado para castigar a los herejes: “Contrario a la práctica general, los nombres de los informadores [...] no tenían que revelarse”. El papa Inocencio IV emitió en 1252 la bula “Ad extirpanda”, que permitía la tortura. “La quema en la hoguera, el método habitual empleado para dar muerte a los herejes allá en el siglo XIII, [...] tenía su simbolismo, implicaba que por administrar este tipo de castigo, la Iglesia no era culpable de derramamiento de sangre.”

Los inquisidores castigaron a decenas de miles de personas. A otros miles se les quemó en la hoguera, lo que llevó al historiador Will Durant a comentar: “Aunque hagamos todas las concesiones que se requieren de un historiador y se permiten a un cristiano, tenemos que clasificar a la Inquisición [...] entre las mayores monstruosidades de la historia de la humanidad, pues reveló una ferocidad desconocida en cualquier bestia”.

La Inquisición nos recuerda las palabras de Blaise Pascal, filósofo y científico francés del siglo XVII: “El hombre nunca hace el mal de manera tan completa y de tan buena gana como cuando lo hace por una convicción religiosa”. A decir verdad, blandir la espada de la persecución contra personas de diferentes creencias religiosas ha sido característico de la religión falsa desde que Caín mató a Abel. (Génesis 4:8.)

La espada de la desunión causa heridas

La disensión nacionalista y las maniobras políticas condujeron a que en el año 1309 se transfiriese la residencia papal de Roma a Aviñón. Aunque en 1377 volvió a pasar a Roma, la elección de un nuevo Papa, Urbano VI, hizo surgir más contiendas. El mismo grupo de cardenales que lo eligió, también eligió a un Papa rival, Clemente VII, quien se estableció en Aviñón. A principios del siglo XV la situación se hizo aún más confusa cuando por un breve período de tiempo hubo simultáneamente tres papas.

Esta situación, conocida como el Cisma de Occidente o el Gran Cisma, terminó con el Concilio de Constanza. En él se invocó el principio del conciliarismo, teoría que defiende la supremacía del concilio ecuménico sobre el Papa. Por consiguiente, en 1417 el concilio eligió un nuevo Papa, Martín V. Aunque unida de nuevo, la Iglesia había quedado muy debilitada. Sin embargo, a pesar de las cicatrices, el papado rehusó reconocer la necesidad de una reforma. Según John L. Boojamra, del Seminario Teológico Ortodoxo de San Vladimiro, esta actitud “puso el fundamento para la Reforma del siglo XVI”.

¿Vivían su religión?

El Fundador del cristianismo mandó a sus seguidores que hiciesen discípulos, pero no les dijo que utilizasen para ello la fuerza física; es más, les dio la advertencia específica de que “todos los que toman la espada perecerán por la espada”. De manera similar, tampoco mandó a sus seguidores que dieran maltrato físico a los que no estuviesen favorablemente dispuestos. El principio cristiano que había que poner en práctica era: “El esclavo del Señor no tiene necesidad de pelear, sino de ser amable para con todos, capacitado para enseñar, manteniéndose reprimido bajo lo malo, instruyendo con apacibilidad a los que no están favorablemente dispuestos”. (Mateo 26:52; 2 Timoteo 2:24, 25.)

Al recurrir a la espada literal de la guerra, así como a las espadas simbólicas de la política y la persecución, es evidente que la cristiandad no siguió la dirección de Aquel que, según ellos, era su Fundador.

Las cruzadas: ‘trágica ilusión’



HACE nueve siglos, en 1096, estaba a punto de iniciarse la primera cruzada. De haber vivido en Europa Occidental aquel año, habríamos visto grandes movimientos de hombres, carros, caballos y barcos con dirección a Jerusalén, la ciudad santa, que llevaba bajo dominio musulmán desde el siglo VII de nuestra era.

Según el criterio de muchos historiadores, fue la primera de ocho cruzadas mayores (la última empezó ciento setenta y cuatro años después, en 1270). En estas expediciones, que marcaron el curso de las relaciones entre Oriente y Occidente, se cometieron en nombre de Dios y de Cristo todo tipo de matanzas y atrocidades.

La voz “cruzada” proviene de “cruz” (del latín crux), emblema que cosían en sus vestiduras los miembros de todas estas expediciones.

Las causas

Aunque la excusa de las cruzadas era arrebatar a los musulmanes Jerusalén y su “Santo Sepulcro”, existían razones más profundas. En Oriente Medio, la coexistencia entre la cristiandad y el Islam había sido, salvo casos aislados, bastante pacífica. Un factor que determinó las cruzadas fue la agitación política, económica y religiosa que reinaba en Europa.

En el siglo XI se cultivaban nuevos terrenos a fin de aumentar las cosechas. Las ciudades, así como la población, se hallaban en auge. Ahora bien, cuando los labradores, empobrecidos por las hambrunas, acudían en tropel a las ciudades, les esperaba el desempleo y la miseria, lo que a menudo suscitaba protestas.

Ocupaba la cúspide de la jerarquía social una multitud de señores feudales, guerreros de oficio ansiosos de conquistar nuevas haciendas valiéndose del vacío de poder que había dejado la disolución del Imperio carolingio.

La Iglesia de Roma también atravesaba una época de convulsiones. En 1054 había perdido el control de la Iglesia Oriental. Además, se acusaba a buena parte del clero de ser inmoral e inmiscuirse en la política.

La convocatoria de Clermont

En este ambiente decretó la primera cruzada el papa Urbano II. A su entender, la reconquista de Jerusalén y Palestina lograría varios objetivos: consolidaría la unidad de la Cristiandad en Occidente y reafirmaría la primacía de la Iglesia de Roma. Brindaría, asimismo, una válvula de escape para las continuas disputas entre las clases altas, que, a cambio de beneficios religiosos, y sobre todo económicos, dedicarían sus artes bélicas a una “noble” causa y se convertirían en el brazo armado de la Iglesia.

El pontífice realizó su convocatoria el 27 de noviembre de 1095 en el concilio celebrado en la ciudad francesa de Clermont. Con negras tintas, la Iglesia pintó al enemigo como acreedor de la retribución divina. Fulquerio de Chartres, sacerdote que participó en la primera cruzada, dijo que era preciso combatir para defender del Islam a la cristiandad de Oriente. Se prometió la remisión inmediata de los pecados a quien muriera en el viaje o en la batalla. Así, los señores feudales dejaron las luchas fratricidas por la guerra “santa” contra los “infieles”. En el concilio resonó el grito que se adoptó como lema de la primera cruzada: “Dios lo quiere”.

Dos partidas

El Papa, una vez fijada la partida para el 15 de agosto de 1096, se aseguró el respaldo de señores seculares, en quienes recayeron las operaciones militares. La Iglesia les garantizó la protección de sus haciendas durante toda la empresa. A los menos pudientes se les exhortó a sufragar la misión con limosnas.

No obstante, antes de la fecha designada partió una turba, sin adiestramiento ni disciplina, que incluía a mujeres y niños. Se llamaban pauperes Christi (los pobres de Cristo) y se dirigían a Jerusalén. Sus cabecillas eran demagogos, cuyo exponente más notorio tal vez sea Pedro el Ermitaño, monje que había emprendido la predicación entre el pueblo a finales del año 1095.

Según el cronista medieval Alberto de Aquisgrán, Pedro el Ermitaño había viajado antes a Jerusalén. Cuentan que una noche tuvo una visión en la que Cristo le exhortaba a ir ante el patriarca de aquella ciudad, quien le daría una carta de presentación para llevarla consigo a Occidente. El cronista refiere que el sueño se hizo realidad y que el religioso obtuvo la carta y fue a Roma, donde se reunió con el Papa. Aunque el relato de Alberto de Aquisgrán mezcla la realidad y la fantasía, los presuntos sueños y cartas eran instrumentos eficaces para manipular a las masas.

El bando formado en torno a Pedro el Ermitaño salió de Colonia el 20 de abril de 1096. Desprovistos de medios para la travesía, los pauperes afrontaban a pie o en carretas desvencijadas el largo camino a Tierra Santa. Al quedarse enseguida sin víveres ni armas, se lanzaron durante el trayecto al saqueo de poblaciones a las que tomaba por sorpresa la llegada de la chusma de “soldados de Cristo”.

Los primeros conflictos fueron con los judíos de Europa, acusados de prestar dinero a obispos corruptos. Los seguidores de Pedro el Ermitaño cometieron atrocidades contra los judíos en ciudades como Ruán y Colonia, el punto de partida. Alberto de Aquisgrán dice que los judíos de Maguncia, “viendo que los cristianos no perdonaban ni a los pequeñuelos, ni se apiadaban de nadie, se lanzaron ellos mismos contra sus hermanos, mujeres, madres y hermanas y se mataron entre sí. Lo más espantoso fue que a los lactantes los degollaban o traspasaban sus propias madres, pues preferían que murieran por sus manos que por las armas de los incircuncisos”.

Estas escenas se sucedieron durante el viaje a los Balcanes, rumbo a Asia Menor. Al llegar a Constantinopla la turba de pauperes, el emperador Alejo I, decidido a que no repitieran los desmanes, les dejó pasar a la costa asiática, donde cayó ante los musulmanes una multitud de mujeres, niños, enfermos y ancianos. Pocos sobrevivientes lograron volver a Constantinopla.

Entretanto, en el verano de 1096, partieron los ejércitos profesionales, capitaneados por famosos caudillos de la época. Inquieto por la marcha precipitada y caótica de los pauperes, Urbano II adoptó disposiciones sobre la marcha a Oriente. Cada expedicionario debía probar que poseía medios de sostén adecuados. El objetivo era limitar la participación de mujeres, niños, ancianos y pobres.

Conquistas y otras matanzas

Las tropas, los señores feudales y los pauperes que quedaban se reunieron en Constantinopla y se dirigieron a su objetivo. Nuevamente perpetraron atropellos en nombre de Dios. El cronista Pedro Tudeborde relata que durante el sitio de Antioquía los cruzados masacraron a sus enemigos y “arrojaron todos los cadáveres a una fosa común y se llevaron consigo las cabezas a [su] campamento para calcular con exactitud el número, exceptuadas las cabezas que se enviaron a la costa en cuatro caballos para los embajadores del emir de Babilonia”.

El 15 de julio de 1099 Jerusalén sucumbió a los cruzados. Raimundo de Agiles narra la escena: “Se veían cosas horribles. Algunos [enemigos], los más afortunados, habían sido decapitados; otros caían de las murallas asaeteados, y muchísimos más se abrasaban en las llamas. Por las calles y plazas de la ciudad se veían montones de cabezas, manos y pies cortados”. Pero una vez más, los cruzados justificaron su violencia con la fe.

El fin de una ilusión

El triunfo trajo consigo el nacimiento del Reino Latino de Jerusalén. Esta monarquía tuvo una existencia bastante precaria a causa de la rivalidad que pronto surgió entre los señores feudales establecidos en Oriente. Entretanto, los musulmanes reorganizaron sus ejércitos, pues no tenían ninguna intención de dar por perdidos los territorios palestinos.

Con el tiempo se organizaron más cruzadas, la última en 1270. No obstante, las derrotas llevaron a muchos a cuestionar la legitimidad de tales expediciones en nombre de la fe. En efecto, de haber aprobado Dios aquellas guerras “santas”, habría asistido a quienes decían gozar de su beneplácito. Pese a todo, desde el siglo XIII los juristas eclesiásticos han procurado justificar estas guerras de religión y la intervención del clero en ellas.

El fervor de los primeros cruzados se disipó. Sobre todo, la continuación de las guerras hubiera sido en último término nociva para la economía occidental. Así pues, los ejércitos se centraron en los enemigos internos de la cristiandad europea: los árabes de España, los “herejes” y los pueblos paganos del Norte.

En 1291 cayó ante los musulmanes la última fortaleza cruzada, la ciudad de Acre. Jerusalén y su “Santo Sepulcro”, quedaron en manos del Islam. Durante dos siglos de luchas, los intereses económicos y políticos prevalecieron sobre los aspectos religiosos. Franco Cardini, historiador italiano, comenta: “Las cruzadas se fueron transformando en una enrevesada operación política y económica, en un complejo juego de poder que interesaba a los obispos, los abades, los reyes, los recaudadores de limosnas y los banqueros. En tal juego [...], el propio sepulcro de Jesús ya no tenía ninguna importancia”. Cardini también dice: “La historia de las cruzadas es la historia del error más grande, del embrollo más complicado y de la ilusión más trágica y, en varios sentidos, ridícula, de la Cristiandad”.

No aprenden la lección

Las cruzadas y su fracaso encerraban una moraleja: la avaricia y el afán de prominencia política pueden llevar al fanatismo y al salvajismo. Pero no se aprendió la lección, como lo prueban la multitud de conflictos que aún ensangrientan muchas regiones del globo, a menudo con la religión como pantalla de abominaciones.

Pero no será así por mucho tiempo. El espíritu que alentó las cruzadas y que sigue fomentando las guerras “santas” de la actualidad pasará muy pronto, y con él todas las religiones falsas y el entero sistema dominado por Satanás. (Salmo 46:8, 9; 1 Juan 5:19; Revelación [Apocalipsis] 18:4, 5, 24.)

Map IP Address
Powered byIP2Location.com

¿Son los testigos de Jehová una secta peligrosa?


SE ACUSÓ a Jesucristo de ser borracho, glotón, violador del sábado, falso testigo, blasfemo y mensajero de Satanás. También se le inculpó de subversión. (Mateo 9:34; 11:19; 12:24; 26:65; Juan 8:13; 9:16; 19:12.)

Después de la muerte y resurrección de Jesús, sus discípulos fueron de igual modo el blanco de graves acusaciones. Una muchedumbre arrastró a un grupo de cristianos del siglo primero ante los gobernantes de la ciudad, clamando: ‘Estos hombres han trastornado la tierra habitada’. (Hechos 17:6.) En otra ocasión, se llevó al apóstol Pablo y a su compañero Silas ante las autoridades y se les acusó de turbar muchísimo la ciudad de Filipos. (Hechos 16:20.)

Más tarde se acusó a Pablo de ser “un individuo pestilente [...] que promueve sediciones entre todos los judíos por toda la tierra habitada”, así como de querer “profanar el templo”. (Hechos 24:5, 6.) Los judíos principales de Roma reflejaron con exactitud la situación de los seguidores de Jesús cuando reconocieron: “Porque, verdaderamente, en lo que toca a esta secta nos es conocido que en todas partes se habla en contra de ella”. (Hechos 28:22.)

Está claro, pues, que había quien consideraba a esa nueva comunidad fundada por Jesús como una agrupación religiosa con ideas y prácticas radicales que chocaban con el comportamiento social aceptado entonces. Sin duda, muchas personas de hoy hubieran considerado a los cristianos una secta destructiva. Los opositores eran con frecuencia miembros eminentes y respetados de la sociedad, lo que daba más peso a sus acusaciones. Muchos creyeron las acusaciones lanzadas contra Jesús y sus discípulos. No obstante, como probablemente sepa, cada uno de esos cargos era falso. El hecho de que la gente dijera esas cosas no las hacía verdaderas.

¿Y hoy día? ¿Sería exacto referirse a los testigos de Jehová como una agrupación religiosa con ideas y prácticas que chocan con la conducta social aceptada? ¿Son los testigos de Jehová una secta peligrosa?