Los Testigos de Jehová Calumniados...

"Porque, verdaderamente, en lo que toca a esta secta nos es conocido que en todas partes se habla en contra de ella”.(Hechos 28:22)

Alejandro VI, un papa al que Roma no olvida



















Enlace a Wikipedia:

http://es.wikipedia.org/wiki/Alejandro_VI

Un Papa catolico que tuvo hijos e hijas:
http://es.wikipedia.org/wiki/Lucrecia_Borgia

“DESDE el punto de vista católico, no es posible calificar [a] Alejandro VI con bastante dureza.” (Historia de los papas desde fines de la Edad Media.) “Su vida privada no tiene defensa posible [...;] reconozcamos de buen grado que este pontificado no puede hacer honor a la Iglesia y que los contemporáneos, por más habituados que estuvieran a este tipo de espectáculos, consideraron las fechorías de la familia Borgia con indecible horror, cuyo eco, después de cuatro siglos, aún no se ha apagado.” (Historia de la Iglesia, de Fliche-Martin.)

¿Por qué se juzga con tanta dureza a este papa y su familia en respetadas obras históricas sobre la Iglesia Católica? ¿Qué hicieron para merecer tales críticas? Hace unos meses (octubre de 2002 a febrero de 2003) tuvo lugar en Roma la exposición I Borgia—l’arte del potere (Los Borja, el arte del poder), que constituyó una buena ocasión para meditar en las prerrogativas que ha asumido el papado en general, y en particular en el uso que les dio Rodrigo de Borja, llamado Alejandro VI durante su pontificado (1492-1503).

El ascenso al poder

Rodrigo de Borja (o Borgia) nació en 1431 en una destacada familia de Játiva, localidad del reino de Aragón que hoy forma parte de España. Era sobrino del obispo de Valencia, Alfonso de Borja, el cual veló por su educación y dispuso que, estando aún en la adolescencia, recibiera beneficios eclesiásticos (o sea, cargos religiosos dotados de rentas). Con 18 años, y al amparo de su tío, quien ya para entonces era cardenal, se trasladó a Italia, donde cursó estudios de derecho. Cuando Alfonso pasó a ser el papa Calixto III, convirtió en cardenales a Rodrigo y a su otro sobrino, Pedro Luis de Borja, al que además hizo gobernador de varias ciudades. Rodrigo, por su parte, no tardó en ser nombrado vicecanciller de la Iglesia, cargo que desempeñó bajo varios pontífices y con el que obtuvo lucrativos beneficios eclesiásticos, forjó una fabulosa fortuna, ejerció enorme poder y vivió como todo un príncipe.

Rodrigo era hombre inteligente, elocuente orador, mecenas de las artes y persona capaz de lograr sus objetivos. No obstante, mantuvo varias relaciones ilícitas, que lo convirtieron en padre de cuatro hijos con su amante de toda la vida, y de algunos más con diversas mujeres. Aunque el papa Pío II lo amonestó por su afición al entretenimiento “más disoluto” y al “placer desenfrenado”, no modificó su línea de conducta.

Tras la muerte del papa Inocencio VIII, en 1492, los cardenales se reunieron para elegir sucesor. Es innegable que Rodrigo de Borja, con espléndidas ofertas y total descaro, compró suficientes votos de sus colegas para salir del cónclave convertido en el papa Alejandro VI. ¿Cómo los sobornó? Entregándoles dignidades eclesiásticas, palacios, castillos, ciudades, abadías y obispados que brindaban cuantiosas rentas a sus titulares. No es de extrañar que un historiador eclesiástico se haya referido así a los inicios de su pontificado: “Comenzaban para la Iglesia romana días de afrenta y escándalo”.

No fue mejor que los príncipes seculares

En virtud de su autoridad espiritual como cabeza de la Iglesia, Alejandro VI arbitró entre España y Portugal el reparto de los nuevos territorios descubiertos en América. Sus poderes temporales lo convertían en jefe de los estados pontificios, que se extendían por el centro de Italia y a los que gobernaba como cualquier otro soberano renacentista. Su reinado, como el de tantos papas que le precedieron o le sucedieron, se caracterizó por la corrupción, el nepotismo y más de una muerte sospechosa.

En aquel turbulento período en el que varias facciones se disputaban los territorios italianos, el Papa no era un mero espectador. Con sus maniobras y alianzas políticas, que un día establecía y otro anulaba, aspiraba a consolidar su dominio, favorecer a sus hijos y elevar su apellido sobre el de todos sus rivales. Así, su hijo Juan se casó con la prima del rey de Castilla y fue nombrado duque de la ciudad española de Gandía, y otro de sus vástagos, Jofré, se desposó con la nieta del rey de Nápoles.

Al convenirle al pontífice un aliado que fortaleciera sus relaciones con Francia, rompió el compromiso de su hija Lucrecia, de 13 años, con un noble aragonés, y concedió su mano a un pariente del duque de Milán. Cuando dicho matrimonio perdió su interés político, buscó un pretexto para anularlo y casarla con Alfonso de Aragón, miembro de una dinastía rival. Entretanto, el ambicioso e implacable hermano de Lucrecia, César de Borja, formó una alianza con Luis XII de Francia, de suerte que el reciente enlace de su hermana con un aragonés se volvió inoportuno. ¿Cómo se resolvió la dificultad? Según fuentes acreditadas, el desdichado esposo “resultó herido en un intento de asesinato cometido por cuatro atacantes en la escalinata de San Pedro, y durante su convalecencia fue estrangulado por un sirviente de César”. El Papa, ansioso de establecer alianzas estratégicas, dispuso una tercera boda para Lucrecia, ya de 21 años, en esta ocasión con el hijo del poderoso duque de Ferrara.

Se ha dicho que César de Borja fue “un desaprensivo cuya historia estuvo teñida de sangre”. Aunque su padre lo nombró cardenal a los 17 años, valía más para las armas que para los púlpitos, pues era astuto, ambicioso y corrupto como pocos. Dejó su cargo eclesiástico y contrajo nupcias con una princesa de Francia, lo que le valió el ducado de Valentinois. Luego, con el apoyo de los ejércitos franceses, emprendió una campaña de asedio y asesinatos con objeto de someter a su dominio todo el norte de Italia.

A fin de procurarse el respaldo militar francés que necesitaba para fomentar los intereses de su hijo César, el Papa provocó un escándalo al conceder a Luis XII de Francia la conveniente anulación de su matrimonio, la cual le permitió casarse con Ana de Bretaña e incorporar a sus dominios el ducado que ella poseía. De este modo, según un acreditado historiador, el pontífice “sacrificaba deliberadamente el prestigio de la Iglesia y el rigor de los principios a la obtención de beneficios temporales familiares”.

Críticas contra los excesos papales

Los desafueros de los Borja les granjearon muchas enemistades. En esencia, el Papa se limitó a hacer oídos sordos a las críticas de sus detractores. Pero no pudo emplear dicha táctica con Girolamo Savonarola, fogoso predicador dominico y dirigente político de Florencia que arremetió con ímpetu contra los vicios de la corte pontificia, así como contra la persona y la política del propio Papa, llegando a pedir su destitución y la reforma eclesiástica. Savonarola exclamó: “Jefes de la Iglesia [...:] Vosotros estáis de noche con la concubina y por la mañana acudís al Sacramento”. Más tarde dijo de ellos: “Abiertamente muestran sus meretrices, su mala fama va en detrimento de la Iglesia. Estos, yo te lo digo, ni siquiera creen en la fe de Cristo”.

Tratando de comprar su silencio, el pontífice le ofreció el cardenalato a Savonarola, pero este lo rechazó. Fuera la causa de su ruina su política antipapal o su predicación, terminó excomulgado, detenido, torturado hasta arrancarle una confesión, y luego ahorcado y quemado en la hoguera.

Preguntas trascendentales

Estos sucesos históricos plantean importantes cuestiones. ¿Qué explicación pueden tener tales intrigas y actos de un papa? ¿Cómo los justifican algunos historiadores? Valiéndose de diversos razonamientos.

Muchos sostienen que debe verse a Alejandro VI en su contexto histórico. Sus actividades políticas y eclesiásticas estaban aparentemente condicionadas por sus deseos de mantener la paz y el equilibrio entre estados rivales, de estrechar los lazos de amistad con aliados que defendieran al papado y de unir a los monarcas de la cristiandad contra la amenaza turca.

Pero ¿y su conducta? Un especialista ofrece esta respuesta: “Malos cristianos ha habido en todos tiempos en la Iglesia, y asimismo ha habido sacerdotes indignos, y para que nadie se escandalizara de ello, lo había ya predicho el mismo Cristo; el cual comparó su Iglesia con un campo, donde crece la cizaña mezclada con el buen trigo, y con una red en la que se hallan peces buenos y malos; y él mismo tuvo longanimidad para sufrir entre sus Apóstoles a un Judas”.

El mismo estudioso añade: “Como el engarce despreciable no destruye en manera alguna el valor de una piedra preciosa, así los pecados de un sacerdote no pueden tampoco perjudicar esencialmente” a “la doctrina por el mismo predicada. [...] [El] oro es oro, ya lo distribuya una mano pura [o] impura”. Un historiador católico arguye que la norma que deberían haber seguido los católicos sinceros en el caso de Alejandro VI es el mismo consejo que dio Jesús a sus discípulos para con los escribas y fariseos, a saber, el de hacer lo que les dijeran, pero no lo que hicieran (Mateo 23:2, 3). Francamente, ¿le parece convincente este razonamiento al lector?

¿Será cristianismo verdadero?

Jesús expuso un criterio muy sencillo para determinar la autenticidad de quienes afirman ser cristianos: “Por sus frutos los reconocerán. Nunca se recogen uvas de espinos o higos de cardos, ¿verdad? Así mismo, todo árbol bueno produce fruto excelente, pero todo árbol podrido produce fruto inservible; un árbol bueno no puede dar fruto inservible, ni puede un árbol podrido producir fruto excelente. Realmente, pues, por sus frutos reconocerán a aquellos hombres” (Mateo 7:16-18, 20).

En general, ¿qué nivel alcanzan los dirigentes religiosos del pasado y del presente al compararlos con el modelo cristiano que dejó Jesucristo y que ejemplificaron sus verdaderos seguidores? Examinemos dos campos: la intervención en la política y el estilo de vida.

Jesús no fue ningún príncipe mundano. Llevó una vida tan humilde que, como él mismo admitió, ni siquiera tenía “dónde recostar la cabeza”. Su Reino “no [era] parte de este mundo”, y sus discípulos tampoco debían ser “parte del mundo, así como [él no era] parte del mundo”. De ahí que Cristo se negara a inmiscuirse en la política de sus días (Mateo 8:20; Juan 6:15; 17:16; 18:36).

¿No es verdad, sin embargo, que hay religiones que llevan siglos confraternizando con los gobernantes a fin de obtener poder y riquezas, aunque con ello perjudiquen a la gente común? ¿Y acaso es menos cierto que no pocos clérigos viven lujosamente mientras un sinnúmero de feligreses a quienes deberían estar sirviendo se hallan en la miseria?

Santiago, medio hermano de Jesús, advirtió: “Adúlteras, ¿no saben que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, por lo tanto, que quiere ser amigo del mundo está constituyéndose enemigo de Dios” (Santiago 4:4). ¿Por qué se convierte en “enemigo de Dios”? Por la razón que indica 1 Juan 5:19: “El mundo entero yace en el poder del inicuo”.

Un historiador contemporáneo de Alejandro VI escribió lo siguiente sobre él: “Adelantábanse [a sus] virtudes, con gran distancia, los vicios. No tenía sinceridad, vergüenza, verdad, fe, ni religión, [sino] costumbres muy obscenas, avaricia insaciable, inmoderada ambición, crueldad más que bárbara, y codicia grande de levantar por cualquier camino [a] sus hijos, que eran muchos”. Por supuesto, el papa Borja no fue el único jerarca eclesiástico que se comportó de ese modo.

¿Qué dicen las Escrituras sobre tal conducta? El apóstol Pablo señaló: “¿No saben que los injustos no heredarán el reino de Dios? No se extravíen. Ni fornicadores [...] ni adúlteros [...] ni personas dominadas por la avidez [...] heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9, 10).

Según indicaron sus organizadores, uno de los objetivos de la exposición de Roma sobre la familia de los Borja era “situar a estos grandes personajes en su contexto histórico [...] para comprenderlos, y ciertamente no para absolverlos o condenarlos”. Por consiguiente, dejaron que cada visitante sacara sus propias conclusiones. Pues bien, ¿cuáles son las suyas?

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¿Son los testigos de Jehová una secta peligrosa?


SE ACUSÓ a Jesucristo de ser borracho, glotón, violador del sábado, falso testigo, blasfemo y mensajero de Satanás. También se le inculpó de subversión. (Mateo 9:34; 11:19; 12:24; 26:65; Juan 8:13; 9:16; 19:12.)

Después de la muerte y resurrección de Jesús, sus discípulos fueron de igual modo el blanco de graves acusaciones. Una muchedumbre arrastró a un grupo de cristianos del siglo primero ante los gobernantes de la ciudad, clamando: ‘Estos hombres han trastornado la tierra habitada’. (Hechos 17:6.) En otra ocasión, se llevó al apóstol Pablo y a su compañero Silas ante las autoridades y se les acusó de turbar muchísimo la ciudad de Filipos. (Hechos 16:20.)

Más tarde se acusó a Pablo de ser “un individuo pestilente [...] que promueve sediciones entre todos los judíos por toda la tierra habitada”, así como de querer “profanar el templo”. (Hechos 24:5, 6.) Los judíos principales de Roma reflejaron con exactitud la situación de los seguidores de Jesús cuando reconocieron: “Porque, verdaderamente, en lo que toca a esta secta nos es conocido que en todas partes se habla en contra de ella”. (Hechos 28:22.)

Está claro, pues, que había quien consideraba a esa nueva comunidad fundada por Jesús como una agrupación religiosa con ideas y prácticas radicales que chocaban con el comportamiento social aceptado entonces. Sin duda, muchas personas de hoy hubieran considerado a los cristianos una secta destructiva. Los opositores eran con frecuencia miembros eminentes y respetados de la sociedad, lo que daba más peso a sus acusaciones. Muchos creyeron las acusaciones lanzadas contra Jesús y sus discípulos. No obstante, como probablemente sepa, cada uno de esos cargos era falso. El hecho de que la gente dijera esas cosas no las hacía verdaderas.

¿Y hoy día? ¿Sería exacto referirse a los testigos de Jehová como una agrupación religiosa con ideas y prácticas que chocan con la conducta social aceptada? ¿Son los testigos de Jehová una secta peligrosa?