Los Testigos de Jehová Calumniados...

"Porque, verdaderamente, en lo que toca a esta secta nos es conocido que en todas partes se habla en contra de ella”.(Hechos 28:22)

Las cruzadas: ‘trágica ilusión’



HACE nueve siglos, en 1096, estaba a punto de iniciarse la primera cruzada. De haber vivido en Europa Occidental aquel año, habríamos visto grandes movimientos de hombres, carros, caballos y barcos con dirección a Jerusalén, la ciudad santa, que llevaba bajo dominio musulmán desde el siglo VII de nuestra era.

Según el criterio de muchos historiadores, fue la primera de ocho cruzadas mayores (la última empezó ciento setenta y cuatro años después, en 1270). En estas expediciones, que marcaron el curso de las relaciones entre Oriente y Occidente, se cometieron en nombre de Dios y de Cristo todo tipo de matanzas y atrocidades.

La voz “cruzada” proviene de “cruz” (del latín crux), emblema que cosían en sus vestiduras los miembros de todas estas expediciones.

Las causas

Aunque la excusa de las cruzadas era arrebatar a los musulmanes Jerusalén y su “Santo Sepulcro”, existían razones más profundas. En Oriente Medio, la coexistencia entre la cristiandad y el Islam había sido, salvo casos aislados, bastante pacífica. Un factor que determinó las cruzadas fue la agitación política, económica y religiosa que reinaba en Europa.

En el siglo XI se cultivaban nuevos terrenos a fin de aumentar las cosechas. Las ciudades, así como la población, se hallaban en auge. Ahora bien, cuando los labradores, empobrecidos por las hambrunas, acudían en tropel a las ciudades, les esperaba el desempleo y la miseria, lo que a menudo suscitaba protestas.

Ocupaba la cúspide de la jerarquía social una multitud de señores feudales, guerreros de oficio ansiosos de conquistar nuevas haciendas valiéndose del vacío de poder que había dejado la disolución del Imperio carolingio.

La Iglesia de Roma también atravesaba una época de convulsiones. En 1054 había perdido el control de la Iglesia Oriental. Además, se acusaba a buena parte del clero de ser inmoral e inmiscuirse en la política.

La convocatoria de Clermont

En este ambiente decretó la primera cruzada el papa Urbano II. A su entender, la reconquista de Jerusalén y Palestina lograría varios objetivos: consolidaría la unidad de la Cristiandad en Occidente y reafirmaría la primacía de la Iglesia de Roma. Brindaría, asimismo, una válvula de escape para las continuas disputas entre las clases altas, que, a cambio de beneficios religiosos, y sobre todo económicos, dedicarían sus artes bélicas a una “noble” causa y se convertirían en el brazo armado de la Iglesia.

El pontífice realizó su convocatoria el 27 de noviembre de 1095 en el concilio celebrado en la ciudad francesa de Clermont. Con negras tintas, la Iglesia pintó al enemigo como acreedor de la retribución divina. Fulquerio de Chartres, sacerdote que participó en la primera cruzada, dijo que era preciso combatir para defender del Islam a la cristiandad de Oriente. Se prometió la remisión inmediata de los pecados a quien muriera en el viaje o en la batalla. Así, los señores feudales dejaron las luchas fratricidas por la guerra “santa” contra los “infieles”. En el concilio resonó el grito que se adoptó como lema de la primera cruzada: “Dios lo quiere”.

Dos partidas

El Papa, una vez fijada la partida para el 15 de agosto de 1096, se aseguró el respaldo de señores seculares, en quienes recayeron las operaciones militares. La Iglesia les garantizó la protección de sus haciendas durante toda la empresa. A los menos pudientes se les exhortó a sufragar la misión con limosnas.

No obstante, antes de la fecha designada partió una turba, sin adiestramiento ni disciplina, que incluía a mujeres y niños. Se llamaban pauperes Christi (los pobres de Cristo) y se dirigían a Jerusalén. Sus cabecillas eran demagogos, cuyo exponente más notorio tal vez sea Pedro el Ermitaño, monje que había emprendido la predicación entre el pueblo a finales del año 1095.

Según el cronista medieval Alberto de Aquisgrán, Pedro el Ermitaño había viajado antes a Jerusalén. Cuentan que una noche tuvo una visión en la que Cristo le exhortaba a ir ante el patriarca de aquella ciudad, quien le daría una carta de presentación para llevarla consigo a Occidente. El cronista refiere que el sueño se hizo realidad y que el religioso obtuvo la carta y fue a Roma, donde se reunió con el Papa. Aunque el relato de Alberto de Aquisgrán mezcla la realidad y la fantasía, los presuntos sueños y cartas eran instrumentos eficaces para manipular a las masas.

El bando formado en torno a Pedro el Ermitaño salió de Colonia el 20 de abril de 1096. Desprovistos de medios para la travesía, los pauperes afrontaban a pie o en carretas desvencijadas el largo camino a Tierra Santa. Al quedarse enseguida sin víveres ni armas, se lanzaron durante el trayecto al saqueo de poblaciones a las que tomaba por sorpresa la llegada de la chusma de “soldados de Cristo”.

Los primeros conflictos fueron con los judíos de Europa, acusados de prestar dinero a obispos corruptos. Los seguidores de Pedro el Ermitaño cometieron atrocidades contra los judíos en ciudades como Ruán y Colonia, el punto de partida. Alberto de Aquisgrán dice que los judíos de Maguncia, “viendo que los cristianos no perdonaban ni a los pequeñuelos, ni se apiadaban de nadie, se lanzaron ellos mismos contra sus hermanos, mujeres, madres y hermanas y se mataron entre sí. Lo más espantoso fue que a los lactantes los degollaban o traspasaban sus propias madres, pues preferían que murieran por sus manos que por las armas de los incircuncisos”.

Estas escenas se sucedieron durante el viaje a los Balcanes, rumbo a Asia Menor. Al llegar a Constantinopla la turba de pauperes, el emperador Alejo I, decidido a que no repitieran los desmanes, les dejó pasar a la costa asiática, donde cayó ante los musulmanes una multitud de mujeres, niños, enfermos y ancianos. Pocos sobrevivientes lograron volver a Constantinopla.

Entretanto, en el verano de 1096, partieron los ejércitos profesionales, capitaneados por famosos caudillos de la época. Inquieto por la marcha precipitada y caótica de los pauperes, Urbano II adoptó disposiciones sobre la marcha a Oriente. Cada expedicionario debía probar que poseía medios de sostén adecuados. El objetivo era limitar la participación de mujeres, niños, ancianos y pobres.

Conquistas y otras matanzas

Las tropas, los señores feudales y los pauperes que quedaban se reunieron en Constantinopla y se dirigieron a su objetivo. Nuevamente perpetraron atropellos en nombre de Dios. El cronista Pedro Tudeborde relata que durante el sitio de Antioquía los cruzados masacraron a sus enemigos y “arrojaron todos los cadáveres a una fosa común y se llevaron consigo las cabezas a [su] campamento para calcular con exactitud el número, exceptuadas las cabezas que se enviaron a la costa en cuatro caballos para los embajadores del emir de Babilonia”.

El 15 de julio de 1099 Jerusalén sucumbió a los cruzados. Raimundo de Agiles narra la escena: “Se veían cosas horribles. Algunos [enemigos], los más afortunados, habían sido decapitados; otros caían de las murallas asaeteados, y muchísimos más se abrasaban en las llamas. Por las calles y plazas de la ciudad se veían montones de cabezas, manos y pies cortados”. Pero una vez más, los cruzados justificaron su violencia con la fe.

El fin de una ilusión

El triunfo trajo consigo el nacimiento del Reino Latino de Jerusalén. Esta monarquía tuvo una existencia bastante precaria a causa de la rivalidad que pronto surgió entre los señores feudales establecidos en Oriente. Entretanto, los musulmanes reorganizaron sus ejércitos, pues no tenían ninguna intención de dar por perdidos los territorios palestinos.

Con el tiempo se organizaron más cruzadas, la última en 1270. No obstante, las derrotas llevaron a muchos a cuestionar la legitimidad de tales expediciones en nombre de la fe. En efecto, de haber aprobado Dios aquellas guerras “santas”, habría asistido a quienes decían gozar de su beneplácito. Pese a todo, desde el siglo XIII los juristas eclesiásticos han procurado justificar estas guerras de religión y la intervención del clero en ellas.

El fervor de los primeros cruzados se disipó. Sobre todo, la continuación de las guerras hubiera sido en último término nociva para la economía occidental. Así pues, los ejércitos se centraron en los enemigos internos de la cristiandad europea: los árabes de España, los “herejes” y los pueblos paganos del Norte.

En 1291 cayó ante los musulmanes la última fortaleza cruzada, la ciudad de Acre. Jerusalén y su “Santo Sepulcro”, quedaron en manos del Islam. Durante dos siglos de luchas, los intereses económicos y políticos prevalecieron sobre los aspectos religiosos. Franco Cardini, historiador italiano, comenta: “Las cruzadas se fueron transformando en una enrevesada operación política y económica, en un complejo juego de poder que interesaba a los obispos, los abades, los reyes, los recaudadores de limosnas y los banqueros. En tal juego [...], el propio sepulcro de Jesús ya no tenía ninguna importancia”. Cardini también dice: “La historia de las cruzadas es la historia del error más grande, del embrollo más complicado y de la ilusión más trágica y, en varios sentidos, ridícula, de la Cristiandad”.

No aprenden la lección

Las cruzadas y su fracaso encerraban una moraleja: la avaricia y el afán de prominencia política pueden llevar al fanatismo y al salvajismo. Pero no se aprendió la lección, como lo prueban la multitud de conflictos que aún ensangrientan muchas regiones del globo, a menudo con la religión como pantalla de abominaciones.

Pero no será así por mucho tiempo. El espíritu que alentó las cruzadas y que sigue fomentando las guerras “santas” de la actualidad pasará muy pronto, y con él todas las religiones falsas y el entero sistema dominado por Satanás. (Salmo 46:8, 9; 1 Juan 5:19; Revelación [Apocalipsis] 18:4, 5, 24.)

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¿Son los testigos de Jehová una secta peligrosa?


SE ACUSÓ a Jesucristo de ser borracho, glotón, violador del sábado, falso testigo, blasfemo y mensajero de Satanás. También se le inculpó de subversión. (Mateo 9:34; 11:19; 12:24; 26:65; Juan 8:13; 9:16; 19:12.)

Después de la muerte y resurrección de Jesús, sus discípulos fueron de igual modo el blanco de graves acusaciones. Una muchedumbre arrastró a un grupo de cristianos del siglo primero ante los gobernantes de la ciudad, clamando: ‘Estos hombres han trastornado la tierra habitada’. (Hechos 17:6.) En otra ocasión, se llevó al apóstol Pablo y a su compañero Silas ante las autoridades y se les acusó de turbar muchísimo la ciudad de Filipos. (Hechos 16:20.)

Más tarde se acusó a Pablo de ser “un individuo pestilente [...] que promueve sediciones entre todos los judíos por toda la tierra habitada”, así como de querer “profanar el templo”. (Hechos 24:5, 6.) Los judíos principales de Roma reflejaron con exactitud la situación de los seguidores de Jesús cuando reconocieron: “Porque, verdaderamente, en lo que toca a esta secta nos es conocido que en todas partes se habla en contra de ella”. (Hechos 28:22.)

Está claro, pues, que había quien consideraba a esa nueva comunidad fundada por Jesús como una agrupación religiosa con ideas y prácticas radicales que chocaban con el comportamiento social aceptado entonces. Sin duda, muchas personas de hoy hubieran considerado a los cristianos una secta destructiva. Los opositores eran con frecuencia miembros eminentes y respetados de la sociedad, lo que daba más peso a sus acusaciones. Muchos creyeron las acusaciones lanzadas contra Jesús y sus discípulos. No obstante, como probablemente sepa, cada uno de esos cargos era falso. El hecho de que la gente dijera esas cosas no las hacía verdaderas.

¿Y hoy día? ¿Sería exacto referirse a los testigos de Jehová como una agrupación religiosa con ideas y prácticas que chocan con la conducta social aceptada? ¿Son los testigos de Jehová una secta peligrosa?