Vista parcial de la Capilla Sixtina.
Para fines del siglo XV la Iglesia de Roma, con parroquias, monasterios y conventos por todo su dominio, había llegado a ser la mayor terrateniente de toda Europa. Según informes, era dueña de la mitad del terreno de Francia y Alemania y dos quintas partes, o más, de Suecia e Inglaterra. ¿Qué resultado tuvo esto? El “esplendor de Roma creció inconmensurablemente durante los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI, y su importancia política prosperó temporalmente”, dice el libro A History of Civilization (Una historia de la civilización). Sin embargo, toda aquella grandiosidad costaba algo, y, para mantenerla, el papado tenía que hallar nuevas fuentes de ingresos. El historiador Will Durant describe así los diversos medios que se emplearon para esto:
“Toda persona que recibía nombramiento eclesiástico tenía que remitir a la Curia papal —las oficinas administrativas del papado— la mitad de los ingresos de su puesto por el primer año (“anata”), y después, anualmente, el diezmo o décima parte. El nuevo arzobispo tenía que pagar al papa una suma sustancial por el palio, una banda de lana blanca que servía de confirmación e insignia de su autoridad. Al morir un cardenal, arzobispo, obispo o abad, sus posesiones personales volvían al papado. [...] Por todo juicio o favor que otorgaba, la Curia esperaba un regalo como reconocimiento, y a veces el regalo determinaba el juicio que se dictaba”.
Con el tiempo las grandes sumas de dinero que ingresaban en los cofres papales año tras año llevaron a mucho abuso y corrupción. Se ha dicho que ‘ni el papa puede tocar la brea sin que se le ensucien los dedos’, y en la historia eclesiástica de este período hubo lo que un historiador llamó “una sucesión de papas muy mundanos”. Entre estos estuvieron Sixto IV (papa: 1471-1484), quien gastó grandes sumas de dinero en construir la Capilla Sixtina, nombrada en su honor, y para enriquecer a sus muchos sobrinos y sobrinas; Alejandro VI (papa: 1492-1503), el infame Rodrigo Borgia, quien francamente admitía tener hijos ilegítimos y les concedía ascensos; y Julio II (papa: 1503-1513), sobrino de Sixto IV, quien era más devoto a las guerras, la política y el arte que a sus deberes eclesiásticos. Con toda justicia el erudito católico holandés Erasmo escribió en 1518: “La desvergüenza de la Curia romana ha llegado al colmo”.
La corrupción y la inmoralidad no se limitaban a los papas. Un dicho común en aquellos tiempos era: “Si quieres arruinar a tu hijo, hazlo sacerdote”. Esto tiene el apoyo de documentos de aquella época. Según Durant, en Inglaterra, entre “acusaciones de incontinencia [sexual] presentadas en 1499 [...] los infractores que eran miembros del clero componían el 23% del total, aunque el clero era probablemente menos del 2% de la población. Algunos confesores pedían favores sexuales de las penitentes. Miles de sacerdotes tenían concubinas; en Alemania, casi todos”. (Nótese el contraste con 1 Corintios 6:9-11; Efesios 5:5.) También se faltaba a la moralidad en otros campos. Se dice que cierto español de aquella época se quejó en términos como estos: ‘Veo que difícilmente podemos conseguir algo de los ministros de Cristo a no ser por dinero; en el bautismo, dinero; en las bodas, dinero; para la confesión, dinero... no, ¡no la extrema unción sin dinero! No tocan campanas sin dinero, no se entierra a nadie en la iglesia sin dinero; de modo que parece que el Paraíso está vedado a los que no tienen dinero’. (Nótese el contraste con 1 Timoteo 6:10.)
Como resumen de la condición en que se hallaba la Iglesia Romana a principios del siglo XVI, citamos las palabras de Maquiavelo, un famoso filósofo italiano de aquel tiempo:
“Si la religión del cristianismo se hubiera conservado según las reglas del Fundador, el estado y el dominio de la cristiandad disfrutarían ahora de mayor unidad y felicidad. Y no puede haber mayor prueba de su decadencia que el hecho de que mientras más cerca está la gente de la Iglesia Romana, la cabeza de su religión, menos religiosa es”.
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